os tractores han vuelto a ocupar carreteras y ciudades en Europa, ofreciendo una imagen que se repite en el continente de cuando en cuando. La ciudad observa perpleja la revuelta del campo, sin acabar de entender una movilización que, en esta ocasión, parece venir abanderada por la extrema derecha. Al menos, es bastante evidente que ella pone en muchas ocasiones el discurso y saca el rédito. Han aprovechado la revuelta para poner en el punto de mira políticas ecológicas como el fin de las subvenciones a combustibles fósiles o la limitación del uso de pesticidas, y Bruselas, que teme que la extrema derecha obtenga poder de veto tras las elecciones del 9 de junio, se ha apresurado a eliminar, de forma contraproducente, estas incipientes iniciativas ecológicas.
Pero, por desgracia para el creciente frente reaccionario y la propia Unión Europea, todo esto es bastante más complicado que cuatro tímidas medidas contra la crisis ecológica. El agro europeo paga, en realidad, medio siglo de políticas neoliberales, tanto en el campo como en el comercio. La salida conservadora a esta crisis no hará sino agravarla.
Una breve historia de la política agraria común de la Unión Europea sirve para ilustrarlo. En 1970, el plan Mansholt se fijó como objetivo optimizar la superficie cultivada
y fusionar explotaciones agrícolas para crear unidades más grandes
. La productividad, de la mano de pesticidas y otros productos dañinos, y las grandes explotaciones se convierten en el eje de la política agraria. En 1992, las reformas MacSharry se fijan como objetivo reducir el presupuesto global y abandonar la política de precios garantizados
; se pone fin así a la regulación del mercado y se cambia por las ayudas directas a los agricultores, el tamaño de cuyas explotaciones determina los pagos recibidos.
En los últimos años, la creciente preocupación ante la crisis climática y de biodiversidad ha provocado algunos cambios en la política agraria común, que históricamente ha beneficiado de forma desproporcionada a los grandes terratenientes. Sin embargo, conviene recordar que, pese a la ingente burocracia a que va vinculada –de la cual se quejan todos los agricultores y ganaderos–, dicha política sigue siendo crucial para la supervivencia del primer sector en Europa. Supone entre un tercio y la mitad del presupuesto europeo.
La razón, básicamente, es que el campo es el gran sacrificado por la política de libre comercio abanderada mediante diferentes tratados por la Unión Europea. El objetivo principal de estos acuerdos es facilitar la obtención de materias primas y abrir la puerta de terceros países a las manufacturas locales de gran valor añadido, así como a las inversiones financieras. A cambio, a menudo, se aceptan las importaciones a gran escala de insumos alimentarios producidos en esos países a mucho menor costo y con menores restricciones medioambientales. El cereal ucraniano, que ha inundado Europa oriental gracias a la retirada de los aranceles por Bruselas debido a la guerra, ha acabado por hundir los precios.
Es comprensible el malestar de los agricultores europeos con medidas climáticas que sus competidores no tienen que cumplir, pero sería miope poner esas políticas como el objetivo a abatir. La emergencia climática es el principal reto que la humanidad tiene delante y sus efectos ya se dejan notar en el campo. Fenómenos como las sequías, de las que también en México saben un rato, serán cada vez más frecuentes, según todos los modelos climáticos. Luchar contra la crisis ecológica eliminando las ayudas a los carburantes fósiles y los pesticidas no es un capricho. Es lo que tiene que hacerse, no hay más.
En cambio, una timorata Unión Europea ha pensado que con comprar el marco de la extrema derecha y eliminar estas restricciones podría capear el temporal. Hace cinco años eran Greta Thunberg y las movilizaciones juveniles contra la crisis climática las que marcaban el paso, lo que llevó a Bruselas a presentar su Green Deal. Un lustro después son los tractores los que ponen el ritmo, empujando las veletas instaladas en las instituciones europeas a cargarse aquella tímida iniciativa. De fondo se constata una realidad marmórea: cualquier cosa, menos tocar el libre mercado, porque lo que atenaza a los agricultores es un mercado interno en el que priman el tamaño y la productividad y en el que grandes conglomerados controlan la cadena de distribución y suministro, imponiendo precios y prioridades a los productores, obligados a veces a vender por debajo del costo de producción. Lo que los oprime, también, es un mercado global desregulado que permite la entrada de insumos producidos a menor costo, en un escenario en el que la Unión Europea se limita a repartir ayudas de forma desigual, declinando regular precios y mercados.
El problema no son las necesarias políticas medioambientales. El problema, que pone de manifiesto las insalvables contradicciones de una institución como la Unión Europea, es que no es posible luchar de forma real contra la crisis climática sin tocar el libre comercio y cuestionar los pilares del actual sistema económico.