erdades incómodas. Cinta chilena seleccionada en un inicio para competir por el Óscar en la categoría de mejor película extranjera, Los colonos (2023), de Felipe Gálvez, fue finalmente descartada la Academia de Cine de Chile por razones diversas que se reducen a su caracter polémico e incómodo, lo cual sugiere un mal disimulado acto de censura. Es más aceptable, al parecer, favorecer narrativas críticas en forma de farsa política, relacionadas con el régimen dictatorial de Augusto Pinochet, como la cinta de Pablo Larráin, El conde (2023), que abrir nuevamente las heridas mal cicatrizadas de lo que en 1901 seguía siendo todavía, en la Tierra de Fuego chilena, el exterminio puntual de una población indígena en una delirante cruzada colonialista.
Los colonos sustenta su relato de ficción en un hecho real, la masacre perpetrada contra la población indígena patagónica selk’nam por Alexander Mac Lennan (Mark Stanley), un mercenario escocés al servicio del terrateniente español José Menéndez (Alfredo Castro), y a quien acompañan en la faena sangrienta el esbirro norteamericano Bill (Benjamin Westfall), traído de México y especializado en cazar indios, y el joven Segundo Molina (Camilo Arancibia), un mestizo chileno sin otra opción de supervivencia que verse obligado a participar en la expedición punitiva. La pretensión inicial del ganadero Menéndez es abrir camino para el libre tránsito de sus miles de ovejas a través del territorio transandino, rumbo al Atlántico, sin interferencias de las poblaciones autóctonas. Dicho argumento es sólo un pretexto más en el vasto proyecto de remplazo poblacional que siempre ha sido una estrategia de limpieza étnica.
En el aspecto formal Los colonos adopta las características de un western tradicional, aunque esa primera impresión se rompe al situarse la trama en el ámbito desolador de los nevados andinos chilenos y estar filmada no en un gran formato que privilegie tomas panorámicas, sino en uno menor que recrea atmósferas opresivas y alude al malestar anímico que se apodera de los indígenas sometidos y de los propios colonos atrapados en su espiral de odio racista. Una de las escenas más perturbadoras, por su énfasis gráfico, es la violación de una indígena agonizante por parte de los mercenarios anglosajones, con un MacLennan que obliga al joven mestizo a sumarse al campo de los depredadores, no tanto como una señal de lealtad, sino para que asuma la humillación de actuar contra los suyos. La escena no es particularmente sutil, pero de modo alguno es imperativo que lo sea. Tampoco sería preciso exigir mayores sutilezas en la evocación del envenenamiento por cianuro de un centenar de indígenas, episodio que la cinta relata sin mostrarlo, y cuya violencia atroz es equiparable a la escena del abuso sexual casi necrófilo.
En la dura construcción de un estado de derecho en Chile, parece insinuar el argumento de Los colonos, las atrocidades racistas eran obra de una minoría de depredadores, como el empresario ganadero y terrateniente Menéndez, en contubernio abierto con las autoridades locales en la Patagonia chilena y un sector reaccionario y acomodaticio de la Iglesia católica. El intento de diálogo o negociación del gobierno nacional con las comunidades indígenas del momento, semeja así un propósito bienintencionado. La personalidad compleja del mestizo Segundo y la férrea desconfianza y reticencias de su esposa al llamado a un acomodo en la asimilación cultural, dejan un final abierto muy sugerente. Es como si la realidad de hace más de un siglo señalara ya la futura reactivación de ese mismo impulso depredador colonial en otras partes del mundo. Tal vez sea justo esa sugerencia, por imprecisa que pudiera parecer, el verdadero origen de la incomodidad que provoca Los colonos, un primer largometraje tan contundente y actual como aleccionador.
Se exhibe en la sala 10 de la Cineteca Nacional a las 14 y 18:30 horas.