ás allá de los tiros al aire debidamente cachados por el Presidente hasta convertirlos en asunto de Estado
, lo cierto es que el crimen organizado ha afirmado su ominosa presencia en vastos espacios y capas de la vida pública mexicana. Desde hace años, la fuerza poderosa y ciega, por brutal, del crimen organizado (sea en su brazo del narcotráfico, la venta de órganos, el tráfico con mujeres y niños) ha influido en los asuntos públicos y del poder, sean éstos electorales o desde el poder formalmente constituido.
Así ocurre y ha ocurrido en países de diverso peso económico y densidad política. Ya no se trata solamente hacer sentir peso e influencia en las cosas del poder, sino de reconfigurarse como figura abierta de obligada consideración, conjetural o no, por parte de quienes presumen ser habitantes únicos e incontestados de los ámbitos decisivos del poder y sí, de la riqueza mal habida. La ingenuidad, malévola o no, que caracterizó por muchos años la turbia y torva relación del poder y la política con el crimen ha perdido su velo protector y ha dejado de ser manantial fácil de las leyendas que cubrían esa nefasta vecindad.
Crimen y política suelen ir de la mano, pero siempre acompañados por un aire de misterio que buscaba darle a su maridaje aires de legitimidad difusa y confusa. Ahí están las historias e historietas tejidas por el gran Manuel Buendía para acompañar su diario quehacer, también los relatos espesos que le daban profundidad a las un tanto absurdas pretensiones de gobernantes y dirigentes de diverso calibre de tener bajo control
ese pantano, y qué decir de los majaderos y criminales callejones que el general
Durazo quiso imponer como degradantes avenidas para el poder y sus recién llegados.
Otra vertiente fue abierta por las condenables incursiones del Estado en la fétida contrainsurgencia impuesta por el poder imperial desde Estados Unidos, rápidamente naturalizada
como práctica ilegítima pero siempre acatada por los habitantes de las alturas del poder. Lo que propició cinismo y prepotencia en las llamadas fuerzas del orden y se trasladó a nuevas y no tanto formas delictivas, que enriquecieron a unos cuantos y enlodaron lo poco que le quedaba al país en materia de orden y servicio públicos.
La historia es larga y siempre tentadora para novelistas e investigadores. Pero su permanencia no debe ofuscar nuestros entendimientos que hablan del peligro real e inminente para regiones, comunidades y actividades lucrativas estratégicas; y, ahora sí, tejer el lazo mágico que subordine al crimen y dé a la política su lugar en el centro del mando del Estado y donde podría tejerse todavía la leyenda de la legitimidad perdida.
Por lo pronto, hagamos esfuerzos por siquiera imaginar que nos las arreglamos para construir puentes de entendimiento reales desde donde emane la acción colectiva, indispensable para defender nuestra precaria y maltratada democracia, sin caer en fantasías neuróticas de dominio.
Negar la gravedad de lo que nos pasa forma parte del camino al fondo de la barranca. Pero así y ahí estamos.