Una junta muy autoritaria // Quince supremos sacerdotes // El primer día de Ignacio Chávez como rector // El comienzo de una amistad
l 13 de febrero de 1961, el doctor Ignacio Chávez (mexicano ilustre como muy pocos), rindió protesta como rector de la Universidad de la Nación. El solemne acto se tuvo que llevar a cabo en la Facultad de Medicina, porque este tecleador, en compañía de Antonio Tenorio Adame, consejero universitario por la Facultad de Economía, y de Juan José Durán, también representante ante ese órgano, por la prepa 3, habíamos ocupado la Torre de Rectoría en airada protesta (así lo pregonábamos) contra la imposición que un grupúsculo, carente de representatividad llamado Junta de Gobierno, pretendía realizar, otra vez, el acto universitario más antidemocrático posible: estos 15 supremos sacerdotes que se concebían como únicos depositarios de la verdad revelada, nombraban a su antojo a otro de sus pares como rector por los próximos cuatro años y hasta por los siguientes ocho, sin oír la opinión de cientos de profesores e investigadores, de funcionarios, empleados, trabajadores y los miles de estudiantes. Después de esa demostración de control y fuerza que exhibió nuestro movimiento al impedir la toma de posesión en el lugar que correspondía, comenzó a palidecer. A los estudiantes no les importaba mayormente quién ponía en el mando a un señor al que le decían rector,
con el que nada tenían que ver durante su vida diaria en los años que pasaban en sus escuelas. El gobierno apoyaba al rector Chávez no sólo porque era la autoridad legalmente constituida, sino también por la acertada aseveración de que en el país la paz social y la tranquilidad pública han de pasar por la universidad o no son de a de veras. Además, López Mateos era, como casi toda esa generación, universitario de corazón y realizó, con singular asepsia, el manejo político del problema (no muy grave, ni difícil, reconozcámoslo, aunque sea con tan sólo sesenta y tantos años de distancia). El equipo teje/fino del rector saliente logró el convenio tradicional: estaban razonablemente de acuerdo con nosotros en nuestros reclamos de inclusión de trabajadores y estudiantes en los órganos de gobierno de la institución pero… la proporción en la representatividad entre los sectores que constituíamos la universidad no podían definirse al margen del Consejo Universitario. La persona de Ignacio Chávez casi no fue punto de discusión, pues realmente no sabíamos nada de él y, seguramente de haber conocido su trayectoria nadie hubiera sido capaz de negarle su respaldo. Nuestra batalla era contra la Junta de Gobierno, que representaba el autoritarismo, la prepotencia, la descalificación, la discriminación y la falta total de respeto que hacía nugatorios los principios que son la razón de ser de nuestra casa. Habíamos llegado al final: Un compromiso de nuestra parte de no recurrir a la violencia antes de haber conversado con las autoridades. Éstas, a escuchar nuestras quejas y demandas y no actuar unilateralmente antes de eso. Firmamos y entregamos las instalaciones al siguiente día. Pocas horas más tarde recibí en la boardilla que habitaba el citatorio para la primera reunión del Consejo que presidiría el doctor Ignacio Chávez. Éste, bajo de estatura, pronunciadas entradas de calvicie, nariz ligeramente aguileña, labios delgados y voz aguda y penetrante, tomó el micrófono y comenzó (que yo recuerde) con un agradecimiento. Luego declaró solemnemente: Mientras dure en este encargo, someteré mi comportamiento a lo que la legislación establezca. No habrá, de mi parte, excusa para no ajustar mi ejercicio a su mandato
. Escuchaba yo estas palabras cuando, no sé qué me impulsó a consultar el texto del reglamento y comprobé que éste señalaba que las sesiones del Consejo tenían una duración de dos horas o dos y media (no recuerdo con exactitud). Le pedí al licenciado Mantilla Molina, secretario del Consejo, que leyera el artículo correspondiente, mismo que me dio la razón. El señor rector, haciendo esfuerzos por ocultar su santa ira o, su berrinche, me dijo: “le agradezco que me haya evitado caer en culpa avisándome la hora…” Allí interrumpí y dije: es que son las 9 con 6 minutos. El rector esbozó una risa y finalizó: “¡Eso será en su reloj de estudiante… en el mío, de rector, son las 9 en punto!” Allí se acabó un inútil debate y surgió una generosa, de su parte, amistad.