l presidente Andrés Manuel López Obrador anunció que a partir del 1º de enero el salario mínimo tendrá un incremento de 20 por ciento, lo cual, afirmó, significa que vamos a cumplir lo que ofrecimos al inicio de nuestro gobierno de aumentar el salario mínimo en términos reales al doble
del vigente en diciembre de 2018. En términos absolutos, el salario mínimo habrá pasado de 88 pesos diarios (2 mil 687 mensuales) a 249 pesos diarios (7 mil 508 mensuales).
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) reconoce que estos aumentos no tienen punto de comparación: México no sólo ocupa el primer lugar a nivel regional en subir el piso de los sueldos entre finales de 2018 y junio de este año, sino que cuadruplica los incrementos del segundo lugar, República Dominicana. Chile (16.2 por ciento) y Ecuador (11.1 por ciento) quedan todavía más lejos. La semana pasada, este mismo organismo informó que en México la concentración extrema de la riqueza ha ido disminuyendo en los pasados tres años: de 4.5 por ciento del PIB que acapararon los milmillonarios en 2018, se pasó a nada más
3.3 por ciento en 2021, lo que se explica porque el patrimonio de los ultrarricos creció a un ritmo menor que la riqueza de la población general. Es difícil poner en duda que el alza de los salarios mínimos tuvo un papel destacado en la mejoría de los estratos más desfavorecidos. También resulta incontrovertible que esta distribución de la riqueza es una de las causas del crecimiento experimentado por el producto interno bruto en lo que va de este año, calificado de sorpresivo
por quienes permanecen atados a la ortodoxia neoliberal y son, por ello, incapaces de ver que la concentración excesiva de la riqueza es nociva no sólo por razones éticas, sino también económicas.
Como recalcó el mandatario, la Cuarta Transformación se fijó como objetivo la recuperación del poder adquisitivo de los trabajadores, erosionado durante el periodo neoliberal por el control de la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos por una camarilla cínica que se autoasignaba percepciones principescas mientras condenaba a los trabajadores a la pobreza, alegando que pagar salarios acordes con los derechos humanos tendría efectos desastrosos para los propios empleados. Los defensores de matar de hambre a los trabajadores presentaban argumentos contradictorios para mantener los salarios artificialmente bajos: por un lado, decían que aumentarlos sin un incremento correspondiente en la productividad crearía desequilibrios macroeconómicos graves, el primero de los cuales sería un efecto inflacionario que anularía el alza salarial y afectaría al poder adquisitivo de toda la población. Por otra parte, sostenían que eran tan pocos los trabajadores que recibían el minisalario que subirlo no beneficiaría a prácticamente nadie. De inmediato salta la incongruencia: si tan pocas personas ganaban el salario mínimo, ¿cómo era posible que su aumento desquiciara toda la economía? Lo cierto es que durante décadas la productividad tuvo una trayectoria alcista, mientras los sueldos fueron dinami-tados en términos reales a través de una política de contención salarial destinada a atraer inversión extranjera mediante el sacrificio de la inmensa mayoría de los asalariados. La destrucción de la planta productiva nacional y la inserción en las cadenas globales de valor convirtió al país en una potencia manufacturera, con la cruel paradoja de que entre más empleos se creaban, más pobres eran los trabajadores.
Los tecnócratas egresados de universidades estadunidenses y de los centros educativos fundados por el empresariado mexicano con el explícito propósito de adoctrinar a los futuros mandarines en el dogma neoliberal fueron tan sádicos con los trabajadores mexicanos que, pese a los históricos aumentos aplicados durante el actual sexenio, el salario mínimo apenas se encuentra en el nivel que tenía hace 40 años, y para recuperar el máximo alcanzado en 1976 se requiere incrementarlo 60 por ciento adicional.
Desmontado el mito de que la dignificación de las condiciones laborales afecta al crecimiento y a la estabilidad macroeconómica, es evidente que el camino a seguir consiste en continuar elevando el salario mínimo, impulsar que este aumento se haga extensivo a todos los asalariados que perciben ingresos mayores, pero claramente insuficientes, e integrar a la economía formal a la enorme masa de trabajadores que no se benefician de estos avances por encontrarse en la informalidad.