Sábado 2 de diciembre de 2023, p. a12
El sonar del relámpago, el silbo del viento, el alarido de la lluvia, las hojas mecidas por nubes rasantes, el estruendo de la neblina, la sinfonía del paisaje, el amor, el mar. Todo esto trae la música de Veljo Tormis (1930-2017).
Después de reseñar el nuevo disco de Arvo Pärt, en la entrega anterior, lo consecuente es recomendar con amplitud una música que explica la naturaleza íntima de la obra de Arvo, delinea sus contornos geográficos, profundiza aún más su de por sí luenga holgura: la música de Estonia.
Arvo y Veljo fueron grandes amigos, compañeros de ruta, camaradas. Esa hermandad está cosida por el hilo amoroso de Tonu Kaljuste, otro oriundo de Estonia y quien ha estrenado, grabado, dado a conocer al mundo la música de estos dos gigantes.
Escucho la música de Veljo Tormis y pienso en Arvo, los percibo con claridad. Sonríen.
Es música sonriente, milenaria, habla de sus ancestros, sus luchas, sus sueños, su vida cotidiana.
Donde más se parecen las hojas pautadas de Arvo y Veljo es en las composiciones a cappella, ambos se nutren de los cantos de sus ancestros y de los propios. Estonia es una patria que canta.
Y el canto es para ellos una forma de respirar, vivir, amar, resistir. Un ejemplo: durante las luchas por su independencia, realizaban mítines pacíficos cuyas bombas molotov eran las gargantas de las multitudes: cantaban todo el día y hasta el amanecer del día siguiente. Esa gesta histórica es conocida como La Revolución del Cantar.
Recomiendo todos y cada uno de los discos de Veljo Tormis. Me detengo en algunos de ellos: el más importante, completo, impactante y bello, es el que grabó precisamente Tonu Kaljuste y produjo Manfred Eicher en su disquera ECM. Se titula Tormis: Litany to Thunder, y es exactamente eso: una letanía al trueno, con su estallido, su tremor previo, su duración infinitesimal y la calma que viene después de la tormenta.
Percusiones baten: cae el rayo sobre la crisma de un árbol que se ilumina como un espíritu incandescente que toma formas de mandala, plasma, aura, pira, monumento a lo efímero y eterno al mismo tiempo. A lo divino y lo terrenal, unidos por el trueno, por esa luz blanquecina, rojiza, amarillenta, viscosa, magma.
El trabajo de Veljo Tormis consistió, toda su vida, en honrar la cultura canora de Estonia. No a la manera de Bela Bartok, quien recorrió su patria, Hungría, para recopilar músicas en vías de extinción, sino como un trabajo consecuente con su manera de ser y de vivir. En ningún momento estamos frente a la obra de un musicólogo, arqueólogo ni rescatador de tesoros perdidos. Tenemos en cambio frente a nosotros a un gigante de la música cuya obra celebra la alegría de vivir con lo simple, lo elemental, lo natural.
De hecho, el disco que recomiendo con fervor es, si observamos con detenimiento, una ceremonia chamánica con todas las de la ley, porque Veljo investigó, viajó, convivió con sabios, brujos, hechiceros que en realidad son personas normales que desarrollan capacidades que personas en busca de vidas suntuosas, no alcanzan a percibir siquiera.
Música chamánica: suena el trueno en percusiones mientras las mujeres imitan con su voz el silbo del viento y repiten frases melódicas hasta caer en trance sin aspavientos, es decir: no se asumen como oficiantes de una ceremonia sino simplemente están cantando, como lo hacen todos los días y en su canto cuentan la vida cotidiana y durante esa vida cotidiana sale el sol, vuelan las nubes, cae de pronto una tormenta y estallan truenos. Divinidades.
Este disco, Tormis: Litany to Thunder, fue grabado en Tallin, el terruño de Tormis y de Arvo. La ejecución está a cargo del Estonian Philharmonic Chamber Choir, dirigido por Tonu Kaljuste.
Otra de las obras de Veljo Tormis que se consiguen en buenas grabaciones discográficas es igualmente atronadora, monumental y mágica: Curse upon Iron, que también hiende en el corazón de las fuerzas elementales y en el laberinto de la condición humana, como lo es también la partitura titulada Song of the Ancient Sea, abiertamente programática; en ella escuchamos la furia del viento, el canto de las gaviotas y los pitidos roncos de embarcaciones lejanas en el Báltico.
Al igual que el resto de las obras de Tormis, esta pieza cuenta historias sencillas con fidelidad, sencillez y verosimilitud tal que los escuchas dejamos de ser meros espectadores para convertirnos en personajes de la historia. Algo así como cuando Shakespeare, ese gran recolector de historias populares, escribe tormenta y quienes lo leemos, terminamos empapados hasta los huesos.
Al escuchar la música ritualística, hipnotizante y mágica de Veljo Tormis, me sucedió precisamente ese fenómeno de transitar del papel pasivo a pasar a formar parte de la historia, y comenzó a sonar en mi mente una música ritual que escuché de muy niño. Así como hay personajes en las partituras de Veljo Tormis, en el caso de mi historia el personaje es un albañil muy fornido, alto, recio como un guerrero antiguo olmeca, que seguía la usanza jarocha de andar por la calle con la camisa abierta o, incluso, sin camisa.
Por su musculatura, reciedumbre y poderío, recibía cariñosamente el apodo de Pechoduro (los jarochos son muy buenos para los motes creativos) y así durante el día construía casas, trabajaba la mezcla, colocaba tabiques, y en las noches ejercía su oficio de rezandero y curandero.
La música que suena en este momento en mi mente es una impronta de mi infancia temprana: entro a una habitación medio en tinieblas, donde se realiza el funeral de mi abuela materna y brillan luces temblorosas de velas escurriendo cera, cirios y veladoras, gladiolos blanquísimos, olor a copal y a incienso y a café y un murmullo muy intenso y por encima de todo eso, la voz poderosísima del Jefe Pechoduro, rezando una letanía concentradísimo pero en náhuatl y el coro de los circunstantes completaba el llamado respuesta con precisión matemática, siguiendo la guía del hechicero, el curandero, el rezandero Pechoduro. Junto a mí, la voz entre contralto y mezzo soprano de mi madre, el vozarrón de bajo profundo de mi padre, mi voz de niño muy niño. Un coro espectacular que repetía versos que iban cambiando en contenido pero no en ritmo y melodía, hasta llegar, todos, a un estado hipnótico de trance.
Así es exactamente la Letanía para el Trueno, de Veljo Tormis.
Queda claro que no estamos hablando de una música sombría, fúnebre, mucho menos triste, sino de una ceremonia, un ritual, una celebración de la vida.
Escuchar la música de Verjo Tormis, cualquiera de sus muchos discos, despierta en el escucha las voliciones raigales, mueve las raíces, echa a andar evocaciones, nos ubica en estancias plácidas. Porque el distintivo principal de la música de este compositor estoniano es la belleza, la ternura, porque Estonia es una patria que canta de la misma manera como trinan las aves, se mueve el viento, sonríe un recién nacido.
En el subsello que creó el productor alemán Manfred Eicher en su disquera ECM, denominado ECM New Series, hecha ex profeso para dar a conocer al mundo la música de Arvo Part, encontramos varios discos dedicados a la música del amigo común de ambos: Veljo Tormis.
Ocupémonos ahora de otro de los discos de esa serie: Forgotten Peoples, de 2010, a cargo también del Estonian Philharmonic Choir, dirigido por el estonio Tonu Kaljuste, grabado en Finlandia y producido por Paul Hillier, otro integrante del grupo creativo de Arvo Pärt, pues Hillier es el director del Hilliard Ensamble, agrupamiento canoro que figura como uno de los más importantes ejecutantes directos de la música de Arvo Pärt.
Forgotten Peoples reúne 51 canciones populares divididas en seis ciclos que representan a los Livonianos, Voltianos, Izhorianos, Ingrian Finns, Vipsianos y los Karelians, que son precisamente los Seres Olvidados del título del disco y que mantienen sus tradiciones ancestrales en sus terruños a lo largo de las cosas del Golfo de Finlandia, que es el más oriental de los brazos del mar Báltico, desde Lituania en el sur hasta Karelia, en la frontera entre Rusia y Finlandia, y todos esos cantos pendulan entre la canción de cuna, la celebración de la naturaleza y las ceremonias chamanísticas.
Música hipnótica, alegre, hermosa. Mágica.