unque las exportaciones agroalimentarias mexicanas mantuvieron un nivel récord en los primeros nueve meses del año al sumar 38 mil 791 millones de dólares (un avance de 4.3 por ciento con respecto al mismo periodo del año pasado), fue necesario importar más de la mitad de los granos básicos que consumió la población. De acuerdo con un reporte del Grupo Consultor de Mercados Agrícolas (GCMA), de enero a septiembre México produjo 20 millones 977 mil toneladas de maíz, frijol, arroz, trigo, sorgo y soya, pero el consumo ascendió a 44 millones 644 mil toneladas, por lo que el país tuvo que importar 24 millones 421 mil toneladas de dichos granos, 55 por ciento de la demanda interna. Entre 2022 y 2023, la producción de estos bienes creció sólo un 4.6 por ciento frente a la subida de 6.5 por ciento en el consumo; afortunadamente, el déficit no tuvo un impacto económico puesto que en ese lapso bajaron los precios agrícolas.
Varios factores intervienen en la paradoja de que la economía mexicana obtenga recursos multimillonarios por la exportación de productos agrícolas y al mismo tiempo se vea obligada a comprar en el exterior algunos de los alimentos más esenciales en la dieta nacional. En primer lugar, desde hace años el territorio mexicano, como muchas otras zonas del planeta, experimenta sequías persistentes y catastróficas que merman la capacidad productiva. En 2021, la escasez de agua llegó a afectar a 85 por ciento del territorio, con saldos como la muerte de miles de cabezas de ganado y una caída en las cosechas de otoño-invierno de hasta 80 por ciento con respecto a lo previsto. En estos momentos casi 60 por ciento del área del país padece algún grado de sequía, y en enero y septiembre experimentó picos de 80 y 75 por ciento, respectivamente. La aridez provocó daños a más de medio millón de hectáreas de cultivos y algunos estados perdieron el ciclo agrícola primavera-verano.
La falta de lluvias responde a fenómenos meteorológicos cíclicos como El Niño, pero también a la plaga antropogénica (causada por el ser humano) del cambio climático, que, al alterar los ritmos naturales y desestabilizar el equilibrio ecológico, vuelve más potentes e imprevisibles las manifestaciones del poder de la naturaleza. Cifras del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (GIECC) muestran que, en los últimos 50 años, la temperatura ha aumentado un aproximado de 0.85 grados en México, una cantidad que puede parecer menor en términos de la sensación térmica, pero que incide en la velocidad de evaporación del agua, en la desertificación de amplias regiones antaño fértiles, en la posibilidad de sembrar determinadas especies vegetales en una zona dada y que, en suma, desata una cascada de consecuencias indeseables.
Si a la escasez de agua se añade que la poca disponible se destina a una voraz agroindustria de exportación, el resultado es que no queda líquido para el cultivo de granos básicos ni, en ocasiones, para satisfacer las inmediatas necesidades humanas. De este modo, la pérdida de soberanía alimentaria, la dependencia del flujo de divisas y el quedar a expensas de la volatilidad de los precios internacionales de los commodities agrícolas constituyen el reverso del éxito de las trasnacionales (en su mayoría, extranjeras) que obtienen miles de millones de dólares anuales llevando a todo el mundo cerveza, tequila y berries producidos en México.
Según estimaciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos y de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, en la próxima década México se convertirá en el principal país importador de maíz, por encima de China. La inminencia de este deterioro en la capacidad del país para alimentar a su población obliga tanto a tomar medidas urgentes contra el cambio climático como a repensar un modelo agroindustrial diseñado para producir no comida, sino ganancias.