l presidente Andrés Manuel López Obrador se comprometió a que antes de terminar su gobierno se tendrá una buena regulación para el uso y el manejo del agua, a fin de impedir que por el afán de crecimiento económico se afecte la salud del pueblo
. Señaló la importancia de poner orden en el uso de agroquímicos y la sobrexplotación de los mantos acuíferos, así como de que el Estado participe en la planeación del desarrollo para que se garantice la sustentabilidad, con la salud humana como prioridad absoluta. Según anunció, el Consejo Nacional de Humanidades, Ciencia y Tecnología ya se encuentra trabajando en un ordenamiento comprehensivo.
En su conferencia de prensa matutina, el mandatario mencionó un concepto clave, el de la exportación de agua. El ejemplo brindado por el titular del Ejecutivo es paradigmático del significado y las intenciones de esta práctica: en este siglo, los dos grandes grupos cerveceros mexicanos fueron adquiridos por los gigantes trasnacionales del sector, los cuales redujeron de manera drástica la producción en sus países de origen para trasladarla a México. No sólo se exporta agua en forma de cerveza, sino también de otras joyas de la agroindustria como el aguacate, los frutos genéricamente denominados berries o el tequila. Estas maniobras se han presentado como bondadosas inversiones y un importante empuje a la economía nacional, pero su verdadero propósito responde a una estrategia global consistente en saquear el agua de naciones en vías de desarrollo y cuidar este recurso en los países ricos, a sabiendas de que el líquido apto para consumo humano es cada día más escaso y de que su verdadero valor se encuentra cientos de veces por encima de los precios a que la obtienen aquí gracias a la Ley de Aguas Nacionales promulgada en 1992 por Carlos Salinas de Gortari.
La legislación salinista y la lógica neoliberal en que se funda son tan irracionales que la minería y la industria usan agua potable para realizar procesos que pueden y deben llevarse a cabo con aguas tratadas. Esto ocurre porque la norma vigente establece un esquema de concesiones que permite a las empresas apropiarse de las fuentes de agua prácticamente a perpetuidad y a costos irrisorios; un atentado contra los bienes públicos y la vida humana cuyos efectos nocivos se han multiplicado por la sospechosa generosidad con que Salinas, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña beneficiaron a particulares: entre 1995 y 2019, las asignaciones y concesiones para la explotación del agua se incrementaron en 3 mil 191 por ciento, y la privatización se acompañó de un voraz acaparamiento que puso más de una quinta parte del recurso en manos de 1.1 por ciento de los concesionarios. Como resultado del neoliberalismo hídrico, se han dado desastres ambientales tan lamentables como el de Cuatro Ciénegas, Coahuila, un ecosistema único en el mundo por su biodiversidad y el tesoro de endemismos generados allí. También da lugar a agraviantes paradojas como la que ocurre en Chiapas, donde 10 por ciento de los habitantes no tiene acceso al agua potable, pero Coca-Cola explota sin límites el recurso.
Desde 2012, este tipo de situaciones no es sólo inmoral, sino ilegal, pues el derecho humano al agua quedó asentado en la Constitución y la ley reglamentaria se mantiene en contradicción con la Carta Magna. Este despropósito se ha perpetuado por las fuertes presiones de poderosos grupos de interés, pero resulta imperativo restablecer el control del Estado sobre un bien estratégico cuyo acceso es una verdadera cuestión de vida o muerte. Por ello, cabe saludar el compromiso efectuado por el presidente López Obrador y urgir a que la reforma anunciada se presente y apruebe a la brevedad posible.