l Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de Naciones Unidas (Simci) divulgó ayer un informe, según el cual Colombia se mantiene como el país donde se cultiva más hoja de coca y se produce más cocaína. Además, de 2020 a 2022 hubo un incremento de 204 mil a 230 mil hectáreas plantadas con hoja de coca, lo que supone un potencial de producción de mil 718 toneladas de cocaína.
De manera contraria a lo que sugeriría el sentido común instalado por décadas de guerra contra las drogas
, este auge en la fabricación del estupefaciente no se da por una displicencia de las autoridades en el combate a la coca y la cocaína, pues en el mismo periodo se dio un pico en el volumen de las incautaciones. En cambio, los datos apuntan a que la política de destrucción de plantíos, desmantelamiento de laboratorios y confiscación de cargamentos catalizó una especialización por parte de los narcotraficantes, quienes se han concentrado en zonas de difícil acceso y han adoptado métodos que incrementan la productividad.
Esta suerte de guerra armamentística, en que un mayor esfuerzo del Estado para atacar al narcotráfico en todas sus fases genera una mejora en los procesos y la logística del crimen organizado, es la enésima prueba de la futilidad y el carácter contraproducente de la estrategia punitiva impulsada por Washington y abrazada con entusiasmo por los gobernantes derechistas de América Latina y el Caribe. La realidad da la razón a las posturas planteadas la semana pasada en el contexto de la Conferencia Latinoamericana y del Caribe sobre Drogas Para la Vida, la Paz y el Desarrollo, en la que jefes de gobierno y altos funcionarios de la región acordaron avanzar en la construcción de un nuevo paradigma en el manejo de la doble crisis del narcotráfico y la violencia derivada de éste.
La información dada a conocer por la ONU confirma la necesidad y la urgencia de cambiar el modelo vigente en dos sentidos. En primer lugar, es necesario abordar las causas económicas que empujan a miles de campesinos y pobres urbanos a integrarse (no pocas veces, de manera forzada) a las filas de la delincuencia. Mientras prevalezcan la miseria, los inaceptables niveles de desigualdad y la falta de oportunidades para la vasta mayoría de los habitantes del subcontinente, la criminalidad contará con una base social de reclutamiento y apoyo que anulará la eficacia de los encarcelamientos masivos, la ocupación policiaca de comunidades enteras y otras medidas que criminalizan la pobreza y son claramente violatorias de los derechos humanos. Por otro lado, resulta inaplazable la despenalización del consumo de las sustancias actualmente ilícitas, tanto por el incontrovertible hecho de que su estatus jurídico no ha tenido efecto alguno en su uso por millones de personas, como porque en muchas ocasiones encarcelar a alguien por el consumo de drogas es más dañino para la sociedad que los narcóticos mismos: desmiembra a familias, desgarra el tejido social, estigmatiza a los usuarios y supone una pesada carga para las finanzas públicas.
Si a ello se suma que las personas procesadas penalmente por consumo de drogas pertenecen, en su abrumadora mayoría, a los sectores más desfavorecidos de la sociedad, está claro que el punitivismo tiene un intolerable sesgo clasista y racista. Por todo lo anterior, cabe saludar las conclusiones de la Conferencia de Cali, así como apremiar a las autoridades a que avancen en la implementación del nuevo paradigma, en el entendimiento de que el tráfico es un fenómeno económico y el consumo un tema de salud pública, y que llevarlos a la esfera de lo policial y penal ha redundado en un sufrimiento que no puede prolongarse.