l viernes pasado, el presidente Andrés Manuel López Obrador presentó su quinto Informe de gobierno en Campeche, en medio de una coyuntura política no menos compleja que en ocasiones anteriores, pero con el ingrediente adicional de una sucesión presidencial adelantada por el propio Presidente, que ha fungido como el principal promotor de una precampaña tan anticipada, que terminó arrastrando en su inercia a la oposición. Dentro de este clima, en el que el parámetro partidista simplifica e invisibiliza la diversidad de posturas políticas frente a la realidad, merece la pena hacer una pausa para elaborar un balance crítico y mesurado tras cinco años de la 4T.
En el Informe se destacan logros, como el aumento al salario mínimo de 88 por ciento en términos reales a la par de una baja tasa de desempleo; las pensiones universales a adultos mayores y apoyos a jóvenes; el mantenimiento de una macroeconomía sana y estable, que aún a pesar de la pandemia se ha fortalecido; la reducción de la pobreza y la desigualdad, el desarrollo del sureste y la apuesta por la autonomía energética.
De lo anterior, ciertamente hay que ponderar el buen desempeño de la economía mexicana, sobre todo si partimos de la coyuntura de una crisis mundial provocada por la pandemia de covid-19 y profundizada después por la guerra ruso-ucrania, el consecuente aumento de las tensiones geopolíticas a escala mundial y las afectaciones en la cadena de suministros derivada de las mismas. Es justo reconocer que las reformas laborales y el aumento al salario mínimo más una política social que apostó por las transferencias directas, han tenido un impacto positivo en las familias. Datos del Inegi y el Coneval dan cuenta de una disminución de la pobreza en 7.6 puntos porcentuales en relación con 2020 y 5.6 puntos en relación con 2018.
Sin embargo, a pesar de la relevancia de los avances, la disminución de la pobreza sigue sin tener un reflejo más profundo y de alcances más duraderos en las estructuras que perpetúan la desigualdad en el país y en los que especialmente en los últimos tiempos se ha anclado la dinámica de polarización social y política que ha erosionado los canales de diálogo ciudadano; todo lo cual constituye un caldo de cultivo propicio para la reproducción de la violencia. Se echa de menos que la política social de la 4T no parece estar provista de un marco estratégico de mediano y largo plazo para que los decrementos en la pobreza sean realmente progresivos, sustentados en una perspectiva estructural de redistribución de los ingresos que vaya más allá de las políticas asistenciales.
La violencia, por otra parte, ha mantenido una dinámica ascendente, impermeable al cambio de signo político, y se extiende por doquier, rebasando las capacidades institucionales para atenderla. Las cifras de homicidios ya alcanzan 165 mil en el presente sexenio, mientras las personas desaparecidas y no localizadas se cuentan en más de 111 mil. Pese a la meseta estadística de homicidios, ninguna estrategia de seguridad puede declararse exitosa mientras más de 90 personas sean asesinadas al día.
Un gobierno que prometió un cambio en la estrategia de seguridad pública y el fin de la impunidad ha apostado, en los hechos, por la continuidad de una política de corte militarista que deposita en el combate armado sus esperanzas para pacificar un país y olvida la elaboración de políticas públicas para el fortalecimiento de la justicia como vía privilegiada para la construcción de una paz integral y duradera. La actual estrategia ha profundizado una peligrosa militarización de muchas otras esferas de naturaleza civil sin mostrar resultados que avalen la pertinencia y eficacia de esta pauta.
De la mano de la militarización se hayan encendidas las alarmas de los frágiles balances democráticos de nuestra institucionalidad. El discurso del Presidente en su quinto Informe incluyó un nuevo señalamiento al Poder Judicial, que se suma a los ataques precedentes dirigidos a estigmatizar a los organismos autónomos, lesionando con ello, una vez más, el principio de división de poderes y el necesario balance de pesos y contrapesos imprescindibles para la salud democrática. INE, INAI, CNDH y Conahcyt son algunos de los organismos cuya capacidad de incidencia se ha visto mermada tanto por las descalificaciones en su contra como por el sistemático recorte presupuestal.
Imposible cerrar este balance sin subrayar la carencia en el actual gobierno de una visión de cuidado de la casa común. Los proyectos desarrollistas del sureste, así como la apuesta por la autonomía energética a base de combustibles fósiles han significado un aparente abandono de la agenda climática y ambiental. En las decisiones para el diseño y materialización de dichos proyectos, los pueblos y comunidades campesinas e indígenas han tenido una participación marginal y con ello se ha perpetuado la predominancia de una noción de desarrollo económico anclada en las mismas prácticas extractivistas del pasado. Datos de la FAO colocan a México como el quinto lugar mundial en deforestación.
A un año de la conclusión del gobierno de la autodenominada 4T, el balance es de claroscuros. Es insoslayable reconocer los pasos dados en pobreza y desigualdad, pero de igual forma, se antojan insuficientes los 13 meses restantes para retomar un rumbo de auténtica construcción de paz con justicia que reivindique la nueva forma de hacer política que López Obrador prometió, la cual suponía ciudadanizar –no militarizar– la gobernanza como vía para consolidar no sólo una democracia electoral estable, sino una democracia social y de derecho con verdaderas capacidades para resarcir las deudas históricas del Estado mexicano con la sociedad.