l gobierno de Nicaragua extrajo a 224 presos políticos la noche del miércoles de diversas prisiones y de las residencias donde cumplían arresto domiciliario, los condujo al aeropuerto de Managua y los subió a un avión, donde les informó que estaban siendo excarcelados y desterrados a Estados Unidos. El jueves, el Parlamento aprobó una ley que despoja a los expulsados de su nacionalidad, bajo el cargo de traición a la patria. Ayer, el obispo Rolando Álvarez, una de las dos personas que se negaron a ser trasladadas a territorio estadunidense, fue condenado a 26 años y cuatro meses de cárcel, la pena más larga impuesta a opositores y críticos del presidente Daniel Ortega.
Esta vertiginosa sucesión de acontecimientos constituye el más reciente episodio en la embestida de Ortega y su esposa y vicepresidenta (copresidenta
, como la denomina el mandatario), Rosario Murillo, contra toda persona o institución que emita opiniones desfavorables sobre el régimen o que, a juicio de la pareja presidencial, suponga alguna amenaza a su permanencia en el poder.
Endurecidos después de las multitudinarias movilizaciones que exigieron su renuncia en 2018 –reprimidas a un costo de centenares de asesinados por fuerzas del orden y grupos paramilitares, miles de heridos, y más de 100 mil exiliados en una nación de 6.5 millones de habitantes–, los Ortega-Murillo dejaron atrás cualquier apariencia democrática y se embarcaron en una implacable persecución de sus opositores.
Desde entonces, han cerrado universidades, medio centenar de medios de comunicación, así como 3 mil 106 organizaciones no gubernamentales, 42 por ciento de las cuales existían hace cinco años. En algunos casos, la proscripción de estas entidades ha rozado el absurdo, pues alcanzó incluso a clubes ecuestres, asociaciones de músicos, a la Asociación de Enfermos de Insuficiencia Renal y a una institución que practicaba cirugías gratuitas a niños con labio leporino.
Durante 2021, en vísperas de los comicios en los que Ortega Saavedra se hizo de un cuarto mandato consecutivo, el régimen ilegalizó partidos políticos y encarceló a las siete personas que eran vistas como contendientes principales en la carrera sucesoria. No se detuvo ahí. También se recluyó, con cargos inventados, a decenas de dirigentes opositores, líderes estudiantiles y campesinos, empresarios, abogados y periodistas, quienes conforman la mayor parte del contingente liberado esta semana. Un aspecto paradójico de este encarcelamiento masivo de disidentes reside en que muchos de ellos son dirigentes históricos del Frente Sandinista de Liberación Nacional, el movimiento que derrotó a la dictadura de Anastasio Somoza Debayle en 1979, y cuyas siglas continúa empleando Ortega, pese a haberse convertido en la antítesis de todo el ideario sandinista.
El lamentable espectáculo de expulsar y retirar la nacionalidad tanto a adversarios políticos como a ciudadanos que hicieron uso de sus libertades de expresión y manifestación exhibe que el orteguismo se encuentra inmerso en una espiral de descomposición, en la cual la legitimidad se sustituye por el uso arbitrario y crudo del poder para perpetuar un proyecto autoritario, patrimonialista e incurablemente corrupto.