yer se clausuró el 20 Congreso Nacional del Partido Comunista de China (PCCh), al cual acudieron 2 mil 338 delegados de todas las regiones del país. En este evento quinquenal, considerado el más importante de la vida política del gigante asiático, se eligió un nuevo Comité Central de 205 miembros y una nueva Comisión Central de Control Disciplinario de 133 integrantes. El Comité Central eligió entre sus miembros a los 25 dirigentes del Buró Político y, dentro de éste, a los siete designados al Comité Permanente, el máximo órgano del PCCh.
La consolidación plena del liderazgo del presidente Xi Jinping es el principal saldo de este encuentro, marcado por el centenario de la fundación del PCCh, que se conmemoró el año pasado. La manifestación más conspicua del control alcanzado por Xi sobre el aparato de gobierno es su relección para un tercer periodo como jefe de Estado, para lo cual se había abierto el camino en 2018 mediante una reforma constitucional que anuló el límite de mandatos. Desde la fundación de la República Popular China en 1949, nadie ha ocupado la presidencia por más de dos periodos de cinco años. Incluso Mao Tse-Tung cedió ese cargo y continuó ejerciendo el poder hasta su muerte en 1976 como dirigente no del Estado, sino del Partido Comunista. El hombre que se hizo con las riendas del país a la muerte de Mao, Deng Xiaoping, prefirió ejercer como poder en las sombras y recibir el tratamiento informal de líder supremo hasta su fallecimiento, en 1997, mientras los cargos oficiales eran ejercidos por funcionarios que le estaban probadamente subordinados.
Pero el poder formal acumulado en manos de Xi va más allá de la posibilidad de convertirse en gobernante vitalicio. En 2017, el 19 Congreso elevó su doctrina política a rango constitucional, algo que no ocurría desde tiempos de Mao, y esta semana dos enmiendas a la Constitución del partido le asignan un rol central en el seno del mismo y hacen de su pensamiento la guía de la nación hasta 2049. Estos movimientos han motivado comparaciones con el régimen maoísta y sus derivas de culto a la personalidad con decisiones erráticas, sumamente costosas en términos humanos y económicos –una anatematización que, en la prensa occidental, se acompaña del silencio en torno a la autocracia de Deng por su carácter de ídolo del neoliberalismo, salvo en lo que se refiere a la masacre de Tiananmen.
Lo cierto es que China configura una realidad política extremadamente compleja, como lo muestra la resolución del 20 Congreso, en la que (como es tradición), se afirma enarbolar de manera simultánea las inconciliables doctrinas del marxismo-leninismo, el pensamiento de Mao y la teoría
de Deng Xiaoping. En medio de esta confusión ideológica y haciendo gala de un sagaz pragmatismo en el ejercicio efectivo del poder, Xi y sus antecesores devolvieron a esta nación milenaria el lugar preeminente que perdió hace dos siglos a manos de las potencias colonialistas en expansión (las europeas, pero también Estados Unidos y Japón).
Más allá de los inocultables pendientes internos, hoy el principal desafío en la ruta ascendente de China parece encontrarse en la determinación de Washington de recurrir a todos los expedientes a su alcance para evitar el surgimiento de un nuevo actor hegemónico en el concierto internacional. Al inaugurar el 20 Congreso el domingo pasado, Xi aseguró que su país se opone “a toda manifestación de hegemonismo y política de fuerza, a la mentalidad de guerra fría, a la intervención en los asuntos internos de los demás y a los dobles raseros”, y proclamó que sea cual sea el grado de desarrollo que alcance, China jamás procurará la hegemonía ni practicará el expansionismo
. De atenerse a estos preceptos (pero hay señales de que no necesariamente será así), el gigante asiático podría abrir una nueva era en las relaciones globales, apartada del unilateralismo, el imperialismo y la antidemocracia que han caracterizado al siglo americano.