esde la redemocratización en Brasil en 1985 y luego de 21 años bajo régimen militar, nunca como ahora, con el ultraderechista Jair Bolsonaro en la presidencia desde 2019, los cuarteles tuvieron tanto peso e influencia en los gobiernos emergidos de las urnas electorales.
Puede ser que haya habido influencia y algunos mensajes enviados, pero siempre de manera discreta, lejos de los ojos tanto de la mayoría de los políticos como de la parte más lúcida e informada del electorado.
Un antecedente especialmente grave se registró en 2018, cuando el entonces comandante-general del ejército, Eduardo Villas Boas, lanzó un ultimátum a los integrantes del Supremo Tribunal Federal, en la víspera de que se votara un pedido de habeas corpus de Lula da Silva para evitar la prisión, determinada por el entonces juez –que luego se comprobó que había sido parcial y manipulador– Sergio Moro, quien actuaba en alianza con los fiscales en un proceso contra el ex presidente.
Por las redes sociales, Villas Boas manifestó el repudio a la impunidad
por parte del Ejército.
Con eso, y gracias a la omisión cobarde de los integrantes de la Corte Suprema –que dos años después reconocerían la inocencia de Lula–, el ex presidente fue enviado a una cárcel y quedó abierto el camino para que el capitán retirado Jair Bolsonaro se hiciera presidente.
Lo que sólo se supo después es que desde 2016, es decir, dos años antes, Jair Bolsonaro había logrado respaldo del ejército para lo que parecía una disputa electoral inviable.
Él era un oscuro diputado, conocido por sus groserías y por su muy peculiar sistema de recaudar dinero en beneficio propio. Su trayectoria en el cuartel se destacó exclusivamente por su indisciplina e insubordinación. ¿Por qué un militar informado y lúcido como Villas Boas respaldaría semejante figura?
Primero, por su rechazo a Lula, al Partido de los Trabajadores y a la izquierda en general. Y segundo, porque conociendo la mediocridad y la estupidez de Bolsonaro, estaba seguro de que al rodearlo de otros generales lúcidos controlaría su desmanes y su desequilibrio irremediable.
Bueno, el resultado es nítido en el actual escenario de un país destrozado por el peor presidente de la historia. Bolsonaro, mucho más vivo que sus apoyadores, se libró rapidito de los generales que deberían controlarlo.
Eligió a unos pocos generales retirados para rodearlo en puestos decisivos, colocó a más de 6 mil militares en su gobierno, la mitad de ellos en puestos de confianza, con espacio, poder y presupuesto y les aseguró una vida de marajás.
Y ahora, en plena disputa electoral, lo que se vio y se ve en Brasil es una participación de las fuerzas armadas en el proceso como jamás se había visto antes. En este 2022, las fuerzas armadas brasileñas –léase básicamente el Ejército– exigieron participar del proceso de conteo de votos.
De manera patética, el ministro de Defensa, un general retirado, exigió –literalmente: exigió– que el Tribunal Superior Electoral permitiera el acceso a varios puntos del sistema de conteo de votos.
La respuesta fue humillante: le informaron que, por ley, ese acceso estaba abierto a cualquier institución brasileña desde hace años.
Bolsonaro exigió que se preparara un informe sobre la transparencia
de las urnas electorales, férreamente combatidas por él, que curiosamente se eligió cuatro veces diputado nacional por ese método. En sus amenazas golpistas, reitera que sólo aceptará la derrota si ocurren elecciones limpias
, y por eso impuso la presencia militar en todo el sistema de votación.
¿Y el tal informe? Bueno, fue elaborado, pero Bolsonaro impidió que se divulgara. Claro está que, si los militares hubiesen detectado cualquier tipo de manipulación o fraude, el informe sería anunciado por todo el universo.
Desde la dictadura que terminó en 1985 luego de 21 años, nunca antes los militares tuvieron tanto peso en cualquier gobierno.
Resta saber qué hará Lula da Silva si sale electo presidente acorde a lo que dicen todos los sondeos, frente a semejante cuadro. ¿Cómo va a deshacerse de los miles y miles de militares distribuidos por el gobierno y que perderían sus grandes beneficios? ¿Cómo lograr lo que hicieron todos los presidentes electos desde la redemocratización –él mismo entre ellos–, es decir, mantener a las fuerzas armadas como servidoras del Estado brasileño y no de determinado gobierno?
¿Qué harán los militares en activo en caso de que Bolsonaro efectivamente cumpla lo que anuncia a cada día, que se niegue a aceptar la derrota e intente un golpe de Estado?
¿Cómo las fuerzas armadas pretenden rehacer su imagen, que era sólida antes de meterse con semejante bestia-fiera e integrar de maneras muchas veces inmundas el gobierno, participando –oficiales retirados, cabe destacar– de intentos groseros de corrupción generalizada?
Faltan pocas semanas para saber la respuesta.