l 2 de octubre de 1968, el movimiento estudiantil universitario y politécnico fue masacrado en Tlatelolco por el presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien asumió la responsabilidad; 54 años después, sigue la sangre sobre la plancha de la Plaza de las Tres Culturas.
El poeta Octavio Paz reflexionaba en aquel entonces sobre la limpieza de lo que no se borra, huellas imborrables, sin perdón.
¿Qué relación inconsciente existirá entre el movimiento de 1968 y los acontecimientos de hace ocho años en Ayotzinapa? No sé, pero sí sé que fueron actos imperdonables que no se olvidan, cuya secuela lógica son las neurosis traumáticas inelaborables.
El perdón y el círculo de la amnesia, la amnistía y el olvido cierran una reflexión –Paul Ricoeur– iniciada a la luz preocupada de la memoria y la historia con un elogio de la despreocupación que no es el olvido, sino gracia y libertad ante las heridas de la memoria y los purgatorios de la historia.
“En los caminos yacen dardos rotos / los cabellos están esparcidos / destechadas están las casas, / enrojecidos tienen sus muros / gusanos pululan por las calles y plazas / y están las paredes manchadas de sesos.
Rojas están las aguas cual si las hubieran teñido / y si las bebemos serán aguas de salitre / golpeábamos los muros de adobe en nuestra ansiedad / y nos quedaban por herencia una red de agujeros / en los escudos estuvo nuestro resguardo / pero los escudos no detienen la desolación / hemos masticado grana salitrosa / pedazos de adobe, lagartijas, ratones y tierra hecha polvo y aun los gusanos.
Ante el olvido, la poesía y el no perdón. Así se hablaba poéticamente en el manuscrito antiguo de Tlatelolco traducido por Ángel Garibay, que se conserva en la Biblioteca Nacional de París. Rosario Castellanos, Jaime Sabines, José Emilio Pacheco y Octavio Paz, entre otros, volvieron a escenificar poéticamente el drama que se vivió en Tlatelolco en 1968.
Jacques Derrida tiene razón: “El perdón se dirige a lo imperdonable o no es. Es incondicional, sin excepción, ni restricción. No presupone una petición de perdón: no se puede perdonar o no se debería perdonar; sólo hay perdón –si hay–, allí donde hay algo imperdonable”.
Que la noción de crimen contra la humanidad siga estando en el horizonte de toda geopolítica del perdón constituye, sin duda, la última prueba de esta vasta discusión.
Derrida formula de nuevo el problema en estos términos: “Si existe el perdón, al menos como himno –como himno abrahámico, si se quiere–, ¿hay perdón para nosotros? ¿Algo de perdón?”
O hay que decir, con Derrida: “Siempre que el perdón está al servicio de una finalidad, aunque sea noble y espiritual (rescate o rendición, reconciliación, salvación), siempre que tiende a restablecer la normalidad (social, nacional, política, sicológica) mediante el trabajo del duelo, mediante alguna terapia o ecología de la memoria, entonces, el ‘perdón’ no es puro –ni su concepto.
El perdón no es, ni debería ser, ni normal, ni normativo, ni normalizador. Debería seguir siendo excepcional y extraordinario, a prueba de lo imposible: como si interrumpiera la corriente ordinaria de la temporalidad histórica.