esde el anuncio del fallecimiento de la reina Elizabeth II, el 8 de septiembre pasado, los medios de comunicación franceses no han cesado de informar y comentar los mínimos detalles alrededor de su muerte. A tal extremo, que uno podría creer vivir en el Reino Unido. La información sobre cualquier evento sucedido en Francia, político, social o nota roja, queda aplastado bajo el cúmulo de reportajes venidos del otro lado de La Mancha.
No cabe duda de que los sujetos británicos, y en especial la real casa de Windsor, poseen un gran sentido del espectáculo. Después de 70 años de reino, la monarca supo morir como se debe: sin eternizar una agonía que habría convertido su fallecimiento en un acontecimiento tan obligado como banal por la ausencia de ese sabor de sorpresa que da la muerte. Cierto, a sus 96 años, la muerte se anunciaba, pero su futuro era aún vago como es siempre el futuro y, como escribió Octavio Paz, a propósito de la desaparición de Alfonso Reyes: No por esperada, la muerte es menos inesperada
. Tampoco eternizó el luto por su príncipe consorte con una muy larga viudez que habría desteñido las muestras de un amoroso dolor usado por los años. La reina se dio el monárquico lujo de preparar cada paso del ceremonial fúnebre, de manera a convertir su fallecimiento en una apoteosis duradera y una deificación ritual exhibida al público durante los 10 días que preceden a su entierro.
Pero no debe olvidarse que, al anuncio de el rey ha muerto
, en este caso la reina, se escucha de inmediato el viva el rey
en homenaje al nuevo soberano, pues la sucesión es hereditaria e inmediata, sin necesidad de sucias o limpias campañas electorales y el paso a las urnas para expresar su voto. Así, el príncipe de Gales se convirtió, sin deber esperar más años de los ya pasados como heredero del trono, en Carlos III, nuevo soberano del Reino Unido.
Mientras el coche fúnebre que transporta el regio ataúd recorre las rutas de Escocia y ofrece la oportunidad pública de rendir a la reina un último homenaje, la familia Windsor se esmera en la realización de un espectáculo mundial que culminará con el ceremonial del entierro, en el cual participarán cabezas coronadas y jefes de Estado venidos de todo el planeta. Así, Carlos III promete que continuará los pasos de su madre, y los príncipes Guillermo y Enrique, en apariencia reconciliados entre ellos y acompañados por sus cónyuges, dan la mano al numeroso mundo formado tras las vallas para expresar condolencias y esperanzas.
El fervor por la monarquía de los británicos puede entenderse fácilmente. Pero, ¿de dónde viene esta devoción en la demócrata república francesa? Podría pensarse que siglos de realeza no pueden terminarse con la simple paso por la guillotina del rey. En el Reino Unido, la decapitación de Carlos I no dio fin a la sucesión en el trono de las cabezas coronadas. En Rusia, el comunismo no acabó con los zares. En Francia hubo intentos por restaurar la monarquía, pero la república terminó por imponerse en apariencia.
Los dos países escogieron caminos radicalmente diferentes: monarquía parlamentaria en Gran Bretaña, república en Francia. En el primero, el rey reina pero no gobierna: los observadores repiten que, durante 70 años de reino, Elizabeth II no pudo hacer otra cosa que no fuese ocuparse de sus caballos y sus perros preferidos. Del otro lado, en el Elysée, el presidente tiene en mano todos los poderes, y gobierna y reina la vez. Es la cuestión a la que Charles de Gaulle respondió fundando la Quinta República. Pero el traje que confeccionó para el presidente en realidad lo fue para él mismo y, así, se reprocha a sus sucesores vestir un hábito que les queda grande. La Historia juzgará.
La misma Historia parece mantener latente el espíritu monárquico entre los franceses, como parece mostrarlo el nostálgico fervor con que se siguen en Francia los funerales de la reina y el coronamiento de Carlos III.