urante una visita al presidente Andrés Manuel López Obrador, el secretario de Estado estadunidense, Antony Blinken, pidió ayer a su anfitrión que el gobierno de México impulse la electromovilidad y se sume a los planes de la nación vecina en materia de producción de semiconductores. Vale la pena analizar los componentes y las implicaciones de tal petición.
Por principio de cuentas, es claro que el grado de integración entre las economías de ambos países producirá por sí misma, con o sin nuevos acuerdos adicionales, procesos productivos compartidos en varios sentidos, tanto porque la industria automotriz estadunidense tiene en México una importante base de producción como porque requerirá de grandes cantidades de insumos de almacenamiento (baterías) para sus productos de motor eléctrico.
Pero, más allá de esa obviedad, los intereses de las dos naciones no son necesariamente convergentes. En el caso del litio, Washington quería ver a México como proveedor de materia prima, pero las necesidades del desarrollo nacional hacen aconsejable exportar o aportar componentes terminados, asegurar la soberanía nacional en la gestión del mineral, hacer que su extracción y aprovechamiento industrial se conviertan en palanca de desarrollo y bienestar. Esa misma discordancia es aplicable a la industria de semiconductores.
Pero la diferencia más importante es la que puede presentarse entre ambos socios en materia de modelo de desarrollo, del concepto mismo de electromovilidad y hasta de propuesta civilizatoria: a lo que puede verse, la administración que encabeza el presidente Joe Biden, al igual que las anteriores, comparte la visión de la industria automotriz de Estados Unidos, que ha sido uno de los principales motores de la economía de esa nación durante un siglo, y otorga un papel central al automóvil.
En el interés de México, en cambio, el tránsito de los motores de combustión interna a los eléctricos debe otorgar prioridad a la electrificación de todas las modalidades de transporte colectivo que aún se mueven con combustibles fósiles.
En la actualidad, uno de los pilares de la transición energética que se pretende llevar a cabo en el país vecino reside en la sustitución de vehículos individuales o familiares de gasolina por automóviles eléctricos, sin emprender un cambio profundo de la premisa económica en que ha descansado su movilidad desde inicios del siglo pasado.
Afuera de Estados Unidos la perspectiva es obligadamente distinta: lograr que cada persona posea y utilice un automóvil es, en el mejor de los casos, un sueño imposible, y en el peor, una verdadera pesadilla que, de concretarse, acabaría con el planeta a corto plazo, independientemente de que se trate de automóviles eléctricos o de combustión interna.
Por ello, en México el impulso gubernamental debe priorizar la fabricación y el uso de unidades de transporte colectivo y la creación de la infraestructura necesaria, todo ello con un acento social y nacional; por su parte, la industria privada puede impulsar, de acuerdo con sus intereses, el remplazo de vehículos de combustión interna por productos similares, pero de motor eléctrico.
Como puede verse, pues, no es posible lograr acuerdos automáticos en torno al objetivo de la electromovilidad y los caminos hacia él no son necesariamente convergentes y será necesario un amplio trabajo bilateral para que las dos visiones resulten armónicas y compatibles.