o habían pasado tres días desde que 37 personas perdieron la vida en el desesperado intento por pisar suelo europeo en el enclave español de Melilla, cuando agentes del Servicio de Inmigración y Aduanas de Estados Unidos encontraron un tráiler abandonado a las afueras de San Antonio, Texas, con 51 migrantes muertos y 16 heridos en su interior. Se presume que las víctimas fueron dejadas a su suerte en medio de una operación de contrabando humano, y hasta el cierre de esta edición, según cifras preliminares, de los fallecidos 27 eran mexicanos, siete guatemaltecos y dos hondureños, y el resto permanecían sin identificar.
En lo inmediato, es imperativo investigar la cadena de sucesos que llevó al abandono criminal del vehículo en un área donde se registraban temperaturas de 39 grados, dar con los responsables, procesarlos conforme a derecho y establecer sanciones ejemplares, acordes con la gravedad de los hechos. Lo ocurrido este lunes es un nuevo recordatorio de que el tráfico de personas se cobra tantas o más vidas como otras actividades ilícitas perseguidas con mayor ahínco, y tampoco puede omitirse que este delito se encuentra imbricado con otros, como el tráfico de drogas.
Pero está claro que la actividad de los llamados polleros, con toda la violencia y el sufrimiento que ocasiona, sólo es uno de muchos efectos perniciosos del problema de fondo: la política antimigrante de Washington, insensata por la negación de posibilidades de desarrollo a millones de personas que acuden atraídas por la economía del vecino país del norte, pero también, y de manera incomprensible, por el daño que la superpotencia se autoinflige al impedir la llegada de una mano de obra que su economía requiere con urgencia: en varias partes del país, empresarios reportan que han debido incrementar los precios de sus productos y servicios debido a la falta de personal migrante, mientras los agricultores se han visto orillados a sustituir los cultivos que se cosechan a mano por los que pueden recoger las máquinas, lo cual ha sido un factor adicional en la crisis inflacionaria que padece Estados Unidos.
Este absurdo raya en el delirio porque, en momentos en que se registran cifras récord de detenciones de migrantes indocumentados, los sectores más retrógrados de la sociedad achacan la tragedia a una presunta laxitud en la aplicación de las leyes migratorias. Tal es el caso del impresentable gobernador republicano de Texas, Greg Abbott, quien sostuvo que las muertes son responsabilidad del presidente Joe Biden y su mortal política de fronteras abiertas
, sin reparar en que, de haber fronteras abiertas, los migrantes no se hacinarían en tráileres ni se encontrarían en la necesidad de recurrir a los traficantes de personas.
Por otra parte, el que este episodio haya ocurrido dentro de Estados Unidos, a 250 kilómetros de la frontera, exhibe la corrupción existente dentro de ese país, donde hay la tendencia a centrar todas las culpas en otras partes del mundo y pretender que las redes de tráfico humano operan en México o Centroamérica, pero no en su propio territorio. Ahora está a la vista que al norte del río Bravo hay complicidades criminales que han convertido en un negocio sangriento las restricciones migratorias, tanto las de larga data como las impuestas durante la embestida xenófoba del ex presidente Donald Trump, y que el actual gobierno no ha sido capaz de eliminar.
Desde México, es obligado exigir una investigación a fondo de la reciente tragedia, coadyuvar en las pesquisas y no escatimar la asistencia legal, económica y sicológica a los heridos y a las familias de los deudos, pero también deberá insistirse en la articulación de una política migratoria regional con dos grandes objetivos: mitigar las causas que empujan a las personas a dejar sus lugares de origen, y garantizar que quienes emprendan el éxodo lo hagan en condiciones que no vulneren su integridad ni sus derechos humanos y, sobre todo, que no pongan en peligro sus vidas.