l asesinato de la periodista Lourdes Maldonado, perpetrado el domingo pasado en Tijuana, ha conmovido a la sociedad por la facilidad con que la delincuencia se cobra víctimas de ciudadanos.
El acto de arrebatar la vida a una persona es execrable en sí mismo.
Una de las líneas fundamentales y exigibles de investigación es que este crimen haya tenido relación con el desempeño profesional de la víctima, pues de confirmarse, estaríamos no sólo ante un asesinato sino también ante un deleznable ataque a la libertad de expresión y al derecho de la sociedad a la información veraz.
Debe recordarse que en el curso de este primer mes del año otros dos informadores han sido ultimados en el país: el fotorreportero Margarito Martínez, también en Tijuana el día 17, y Luis Gamboa, en el puerto de Veracruz el día 10, y que hasta ahora no se conocen los motivos de tales crímenes ni se ha identificado a sus autores.
Es indudable que el periodismo se ha convertido en un oficio de alto riesgo en México y en el mundo y que en nuestro país la violencia delictiva y los poderes fácticos –particularmente, en las entidades más afectadas por la inseguridad y la delincuencia organizada– suelen recurrir al homicidio cuando perciben que la labor de los informadores representa un riesgo para la continuidad de sus actividades y de sus redes de complicidad.
Así ocurrió, por ejemplo, con Regina Martínez, en Veracruz (2012), y con los corresponsales de La Jornada en Chihuahua, Miroslava Breach, y en Culiacán, Javier Valdez, asesinados en 2017 con menos de un mes de diferencia, sin que hasta la fecha se haya impartido justicia plena e inequívoca.
Pero tampoco debe perderse de vista que el nivel de violencia criminal que se disparó a raíz de la guerra contra la delincuencia
declarada a fines de 2006 por el entonces presidente Felipe Calderón, y que aún afecta al país, se ha cobrado centenares de miles de víctimas entre personas de todos los oficios, ocupaciones, profesiones, edad, lugar de residencia y nivel socioeconómico.
Es cierto que la muerte violenta de periodistas, defensores de los derechos humanos y defensores del territorio no sólo destruye destinos, familias y entornos sociales sino que corta de tajo y en forma brutal tareas particularmente necesarias para el colectivo y distorsiona e inhibe funciones críticas para el desarrollo democrático: la libre información, la protección y promoción de las garantías fundamentales, el cuidado del entorno y la posibilidad de resolver problemas por las vías institucionales.
Por lo demás, la inseguridad se ha ensañado con particular crudeza y se ha cobrado numerosas vidas entre mujeres –asesinadas por el solo hecho de serlo–, políticos de todos los partidos, integrantes de las corporaciones de seguridad y de las fuerzas armadas, practicantes de la abogacía, campesinos y trabajadores del transporte, entre otros sectores diezmados.
Sin duda, la responsabilidad primera de proteger la vida de los informadores recae en las instituciones del Estado en todos sus niveles y ramas, pero requiere además el concurso de los medios –los cuales no siempre acompañan la indignación por la muerte violenta de sus trabajadores con medidas efectivas para protegerlos–, del gremio periodístico –que está llamado por la circunstancia actual a dejar de lado sus fracturas y disputas– y de la propia sociedad, que debe involucrarse de lleno en la construcción de la paz y no abandonarse a la resignación o, peor, a la indiferencia.