a fotografía de un hombre alzando su mano para abofetear al presidente de Francia, Emmanuel Macron dio de inmediato la vuelta al mundo en menos de 80 segundos. Multitud de comentarios se levantaron ante la circulación de las imágenes filmadas en la prensa y los medios de comunicación a lo largo y ancho del planeta. Observaciones y críticas repartidas entre la indignación, ampliamente mayoritaria, en particular entre políticos y politólogos franceses, y la indiferencia. Desde luego, no faltaron los bromistas que aprovechan las buenas oportunidades para reír, sobre todo cuando es a costa del poder. Quienes más se indignan son quienes consideran que la cachetada atacaba directamente, no al hombre, sino a la función que ejerce. Abofetear al Presidente es apuntar contra los fundamentos de toda la institución y, en consecuencia, contra la democracia que se ve puesta en peligro. Así, una gran inquietud se manifestó en seguida en los rangos de los responsables de todos los partidos políticos de Francia como en gran parte de la opinión pública. ¿Cómo era posible que un ciudadano francés se permitiese ridiculizar y humillar la persona de aquél que encarna la cumbre del sistema jerárquico de la República? ¿Qué ha sucedido, pues, con esta nueva generación que no respeta ninguna prohibición, se permite cualquier cosa y se burla de los principios más sagrados, sin respeto alguno, al extremo de atentar contra el orden establecido y blandir la amenaza de destruir los pilares sobre los cuales reposa el espíritu y la autoridad de la nación. Un terremoto no habría causado una conmoción más fuerte.
Mientras expertos de la política, la legislación, la sociología, los diversos códigos y demás ciencias y saberes se desgañitan buscando explicaciones a la bofetada y castigos memorables contra los dos irreverentes, la cachetada sigue circulando y se reproduce por millares en las redes sociales. La bofetada del provocador fue fotografiada y filmada. Dos son, pues, los culpables del crimen de lesa presidente: el que intentó cachetear y el que se ocupó de filmar el acto. ¿Y si no se tratara de un ataque contra la democracia por parte de un partidario de la monarquía o un descontento chaleco amarillo, de un anarquista, un revolucionario o un terrorista? En fin, de una persona excedida por la sordera presidencial ante los duros fines de mes y por la arrogancia del poder.
Sin embargo, el acto más revelador del escándalo parece haber sido olvidado por los analistas de la desacralización presidencial. Ese acto, de sobra significativo, es que el intento fue fotografiado y filmado. Un camarada del blasfemo culpable se encargó de esta responsabilidad y logró de manera triunfal el registro del acto consumado, difundido de inmediato por Internet en todas las redes disponibles.
Hoy, las cosas parecen invertirse y lo importante ya no es el acto, sino la fotografía del acto. Sobre todo, en la generación nacida en el mundo de la imagen: anuncios, propaganda, publicidad. Todo se vende y se compra: productos e ideas. Una generación que manipula a su turno el código por el que fue tan bien manipulada. Es la generación selfie. ¿Cómo existir sin autofotografiarse? ¿Cuál manera distinta de cobrar realidad en el universo de la imagen? Lo importante no es el acto, simple puesta en escena, sino la fotografía. De ahí que sea necesario sacarse una foto al lado de una star. De su difusión, más o menos amplia, depende el espesor de la realidad adquirida. Más circula mi imagen, más existo. Me ven, luego existo –se corrige, sin saberlo, a Descartes–. De alguna manera, el insolente individuo sólo deseaba sacarse un selfie con el Presidente. Pero para lograr una vasta difusión se necesitaba un toque original, pues hoy los mandatarios aceptan fotografiarse con todo posible elector. Y una cachetada le daría ese toque de originalidad que le aseguraría, con suerte, una difusión planetaria y una existencia mundial. Misión cumplida.