s hora de concertarnos, de actuar conjuntamente. Pero es al revés: estamos separándonos cada vez más.
Hay interesados en que así sea. Divide y vencerás
ha sido siempre lema para quienes quieren dominar y controlar. Nos dividen cotidianamente personas y grupos bien conocidos e identificados, que nos quieren separados y débiles a la vez que obedientes y sumisos.
La coyuntura actual, uno de los momentos más delicados de la historia humana, impone inmensos padecimientos y trastornos a casi todo mundo. Hace falta, ante todo, enterarnos bien de lo que enfrentamos para adoptar los comportamientos apropiados y movilizarnos en acciones urgentes y concertadas. Pero no lo estamos haciendo.
Una de las razones de que así sea es la espectacular desinformación que padecemos. Los dos casos más notables son el clima y la pandemia. Pleno acceso a información adecuada sobre la profundidad y alcances del colapso climático haría posible respuestas colectivas apropiadas ante los desastres que están cundiendo; la sequía que ya asola al país no es el síntoma más grave de lo que tenemos encima. En cuanto a la pandemia, es urgente abrir al debate público las informaciones amañadas que propala el gobierno, en su campaña para inspirar miedo. Necesitamos mostrar que la mayor parte de las medidas impuestas son remedios peores que la enfermedad que pretenden combatir.
Debemos tomar en cuenta el grado de inmoralidad al que han llegado las élites dominantes. Los tres poderes gubernamentales están al servicio de una élite económica cuyo cinismo e inmoralidad no conoce límites. No es novedad. Es algo inseparable del capitalismo. No se llevan la lógica de la ganancia y la decencia. En la era actual de despojo, sin embargo, esa inmoralidad fundamental del régimen, que caracteriza por igual a políticos, funcionarios y empresarios, ha llegado a extremos verdaderamente insoportables. Detenerlos se vuelve cuestión de supervivencia.
El caso del glifosato ilustra la dimensión del predicamento. Una ley débil facilitó la tarea del juez que amparó a Monsanto. La corporación conoce como nadie los daños al suelo y a la salud que así se causan, pero nada detiene su compulsión destructiva, que se lleva bien con la estrategia gubernamental para destruir al campo mexicano. Desde hace 40 años busca crear la peor de las dependencias, la del estómago, que se agrava todos los días. En el primer trimestre de este año aumentó 63 por ciento la importación de maíz.
Está a la vista la destrucción del sureste. El inmenso daño ambiental tendrá consecuencias que afectarán a toda la República. El genocidio, como lo calificó correctamente el director del Plan Maya, pondrá en peligro de extinción a numerosas culturas. No hay aquí exageración alguna. Es un desastre anunciado, que se defiende con la afirmación escandalosa de que todos esos pueblos aspiran a vivir como los vecinos del norte. El gobierno no haría sino satisfacerlos con planes públicos y privados que les traerán los empleos, mercancías y servicios que desean.
Diversos hechos y comportamientos parecen darles la razón: la gente no querría otra cosa que vivir como los desarrollados
. Oaxaca despierta interés mundial como paraíso gastronómico. Pero su capital está hoy plagada de pizza y sushi. Durante la pandemia aumentó en el Estado, como en todo el país, el consumo de chatarra, agravando la obesidad infantil y la diabetes. Contribuyó a eso la complicidad de los diversos agentes. Cada niño o niña ve 20 anuncios de esas porquerías tóxicas mientras recibe sus clases en las plataformas digitales de la SEP. Tanto quienes las producen como las autoridades conocen el daño que causan.
La contaminación cultural afecta a casi toda la gente. Pero hay también intensa resistencia. En el Istmo, los pueblos se afirman en sus propias culturas para mantener e impulsar modos propios de vivir aún llenos de sensatez ambiental y sentido humano. Son los que están abiertamente amenazados. No hay aquí elemento alguno de teorías de la conspiración. La amenaza está inscrita en documentos oficiales. Quedó en manos del capital trasnacional el viejo sueño de Cortés y Porfirio Díaz.
No estamos siendo capaces de reaccionar. Nos falta clara conciencia de lo que se nos vino encima, pero pesa aún más nuestra división. La resistencia abierta que se ha estado organizando y se manifiesta todos los días enfrenta no sólo represión y presiones de los gobiernos, sino también el rechazo vigoroso y hasta violento de grupos que mantienen plena lealtad al actual gobierno y confían ciegamente en su retórica. Hasta quienes reconocen los daños ambientales, sociales y culturales que causa piden paciencia, confiados en que el gobierno sabrá remediarlos.
No se trata de unirnos en la homogeneidad, disimulando en masas uniformes nuestras múltiples diferencias. Se trata de concertarnos, armonizando nuestras diversas percepciones y compromisos para impedir juntos la tragedia ambiental y cultural que ya está en curso y para avanzar en la regeneración que puede interesar a todas y todos. Apenas queda tiempo.