n la orilla de la laguna” donde sembramos maíz y cultivamos jitomate y chile, ya no es el paisaje de las aguas tranquilas de la montaña baja de Guerrero. Es un sitio pesado y muy escabroso, donde abundan los vestigios de plomo y el zumbido de las balas de los cuernos de chivo, son una amenaza constante. Hasta para arrear a los animales que van a tomar agua hay que ir acompañado, porque sólo te pueden levantar o matar. El machete ya no sirve para enfrentar los peligros. La escopeta es un artículo de primera necesidad. Es para defender nuestra vida, porque en el cerro y en cualquier paraje nos pueden venadear.
Los módulos de seguridad que se construyeron en algunos caminos, son los monumentos a la corrupción y a la simulación de las autoridades. Ni para pintar grafitis o guarecerse de la lluvia sirven. Son más efectivos los retenes que instala la delincuencia en el cruce de caminos y en las entradas a las comunidades. Obviamente, no están para dar seguridad a la población, sino para causar terror. Son cercos para impedir la entrada de foráneos. La vigilancia es día y noche. Es para checar qué vehículos son locales y cuáles de otros lugares. No sólo revisan el equipaje, también interrogan al personal. Si ubican a personas de un grupo rival o que son desconocidas, quedan detenidas. Por radio, los jefes ordenan lo que procede. Sólo con ellos se negocia la libertad. Es muy riesgoso pedir apoyo oficial, porque además de no actuar, de inmediato les reportan que están pidiendo su intervención. Suele salir más costosa la denuncia, que buscar contacto con los jefes inmediatos para resolver el entuerto.
El cerco del crimen funciona con otra lógica: impedir que agentes externos, sean del estado o particulares, ingresen a los territorios donde han sometido a la población. Los filtros son para monopolizar las actividades prósperas en la región. Se resquebraja el poder comunitario y se impone la política clientelar de los partidos. Este esquema facilita la cooptación política y el corporativismo delictivo. Se ha llegado a identificar la filiación política con el grupo criminal. Quienes apuestan a determinado partido y pierden, no sólo serán excluidos de algún apoyo nimio, también corren el riesgo de padecer el amedrentamiento y la vendetta de los que controlan la comunidad.
El halconeo es la actividad más redituable para los jóvenes de la región; muy poco les atrae el programa federal Jóvenes Construyendo el Futuro. En el primero, les proporcionan sus herramientas de trabajo: uniformes, botas, cuerno de chivo, balas y un sueldo semiprofesional con la garantía de escalar en la carrera delincuencial y con la oferta de agenciarse el botín en sus incursiones armadas. El negocio de la muerte en las hondonadas del olvido es sinónimo de prosperidad.
La creación de cuadrillas
o asentamientos humanos por la delincuencia, son para expandir su control territorial más allá de los límites agrarios. La toma de comisarías y la suplantación de las autoridades comunitarias y agrarias es para propiciar el aniquilamiento del orden comunitario. Las asambleas quedan desarticuladas, ya no hay una mesa de autoridades que coordine. Son los jefes de la banda los que se posesionan de los espacios públicos para resguardar sus armas. Convocan a los jefes de familia y a los jóvenes para implantar la ley del gatillo. Ajustan cuentas con quienes consideran sus enemigos y provocan la huida y el desplazamiento de las familias que han perdido a sus padres o hermanos. El descabezamiento de la jerarquía cívico-religiosa abre paso al sicariato liderado por jóvenes que obligan a las mujeres a preparar los alimentos, padeciendo tratos discriminatorios y agresiones sexuales. Se alienta la conflictividad agraria con las comunidades vecinas para disputar bosques, agua, terrenos fértiles y rutas para el trasiego de armas y enervantes.
La geopolítica diseñada por centurias entre los pueblos indígenas para expandir su dominio, ahora la aplica el crimen organizado. Los jefes criminales se han erigido en caciques sanguinarios que tienen bajo su mando a sicarios que obligan a los pobladores a delinquir. En las cabeceras municipales, los presidentes actúan con bajo perfil. Están supeditados a los intereses macrodelincuenciales que se disputan en la región. Partidos y grupos de poder saben la ruta a seguir donde existe el poder del narco. Tanto el presupuesto público tiene que ejercerse de común acuerdo con los jefes, como el cobro de cuotas, los giros comerciales, el halconeo y la seguridad, que queda en manos de quienes llegaron para imponer su ley, más allá de los candidatos o candidatas que ganen en las futuras elecciones.
La estructura delincuencial es el núcleo del poder local, que ninguna autoridad, policía, Ejército o Guardia Nacional se atreve a enfrentar, menos desmantelar. Tendrían que recibir órdenes de la Federación para que el sistema macrodelincuencial deje de ser parte de un gobierno basado en la corrupción y la impunidad. Una burocracia donde se han enquistado los partidos, que funcionan como agencias de colocación, al vender las candidaturas al mejor postor y afianzar sus nexos con la delincuencia.
La mayor tragedia es que los habitantes de las comunidades quedaron atrapados en las garras de la maña. Se ha trastocado la vida comunitaria. Este desastre no interesa a las autoridades estatales ni federales. Sólo observan a la distancia y con la pantalla enfrente imágenes que hablan de una larga historia marcada por la discriminación y el oprobio. No creen las trágicas historias de las viudas y los huérfanos; a las familias desplazadas y a los niños que no pueden ir a la escuela, ni cuidar sus chivos en el cerro, porque la lluvia de balas cae a cualquier hora.
Lo más grave es que la parte oficial se quedó con la versión de las autoridades que viven en la ciudad, que estigmatizan y criminalizan a las comunidades indígenas. Juzgan con sus resabios racistas, con el arquetipo del indígena bárbaro, del montañero remontado. Descontextualizan los hechos, ignoran los agravios y se rasgan las vestiduras al observar el desfile de los 34 niños armados de Ayahualtempa. No estudian, porque la secundaria está en territorio de la delincuencia. Para cuidar sus chivos tienen que repeler la agresión armada y para mantenerse en vela en las noches de balaceras, no pueden quedarse rezando en sus pisos de tierra. Por eso embrozaron sus armas.
*Director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan