e trate o no de un error o de un abuso de la mala fe, de politiquería
como la calificó el presidente López Obrador en una mañanera, su reacción al Informe de Resultados de la Auditoría Superior de la Federación es insólita y contraria a los usos y costumbres del edificio republicano que mal que bien hemos podido construirnos a lo largo de los años. De ese tamaño es el episodio a que nos han traído el Presidente, varios de sus secretarios, entre ellos el de Hacienda y varios solícitos legisladores; un episodio que puede volverse derrumbe político institucional de la democracia representativa y republicana que conforma el gran acuerdo de los mexicanos para la construcción de una vida política civilizada.
La entidad fiscalizadora y su auditor pueden haber incurrido en crasas equivocaciones al formular su Informe; incluso, algunos pudieron haber abusado de su posición para atacar al gobierno y su Presidente, pero el daño al prestigio del organismo, a los informes y otros productos de una fiscalización que ha avanzado significativamente a lo largo del tiempo, es lamentable. Lo que no puede admitirse, mucho menos festinarse, es el llamado juicio político, que recuerda el circo romano o la inquisición, al que el Presidente ha sometido a los funcionarios de la ASF.
No hay soborno, corrupción o mala sangre que justifiquen un abuso de poder como el que estamos presenciando del Poder Ejecutivo y parte del Legislativo. Algunos juristas dirían que se está violando el debido proceso. Desde luego ningún respeto al procedimiento que es propio de la tarea fiscalizadora y que la diputada Dulce María Sauri resumió antier en espléndida síntesis.
Larga y accidentada vida tuvo la Contaduría Mayor de Hacienda, dada la configuración real del poder posrevolucionario y los pobres reflejos democráticos que inspiraron a buena parte de los dirigentes del Estado en aquellos tiempos. Pero nada de eso, incluyendo la real o supuesta sumisión de los contadores mayores a los designios del mandatario en turno, llevó a imaginar su desaparición del mapa de gobierno establecido por la Constitución.
Mal que bien, la Contaduría no sólo se mantuvo como órgano técnico de la Cámara de Diputados, sino que pasó por varios e interesantes momentos de modernización y actualización, hasta convertirse en la Auditoría Superior de la Federación que tenemos. De aquellos momentos recuerdo a Miguel Rico, polémico fiscalista que en la década de los 80 se embarcó en tareas modernizadoras de la Contaduría que buscó extender a sus equivalentes en los estados de la Federación, que sufrían increíbles carencias y abusos por parte de los poderes locales.
Qué tanto avanzó Miguel no lo sé, pero a raíz de su gestión se redefinió la Contaduría bajo la figura de la Auditoría Superior, se le dotó de más recursos y presencia en las coordenadas del Estado, cuya democratización gradual se buscaba desde la cumbre y los llanos del poder realmente existente.
Un órgano fiscalizador poderoso y eficaz es indispensable. Su vínculo con el Congreso de la Unión, y en particular con la Cámara de Diputados, es crucial para un buen gobierno y una productiva transparencia entendida como factor principal de una gobernanza democrática.
Que se revise todo lo necesario a partir del examen que haga la Comisión de Vigilancia en la Cámara de Diputados; que los funcionarios y técnicos de la Auditoría se hagan cargo y asuman una responsabilidad que no sólo es técnica, sino esencialmente política, porque implica la marcha de un orden democrático que requiere de cotidianos afianzamientos desde la cúspide del Poder Ejecutivo, responsable directo y principal del orden republicano y la estabilidad del Estado.
La ciudadanía tiene que estar atenta, cuidar del funcionamiento de nuestras instituciones, poder distinguir entre empeños, omisiones y excesos de todos los funcionarios. Al final de cuentas, todos estamos siendo auditados.