De todo lo que acompaña
a palabra pan, en todos los idiomas, que designa un alimento cocido y hecho a base de un farináceo (trigo, avena, cebada, centeno, arroz, yuca, taro, ñame, papa…) y agua, como representante universal del alimento básico (proveedor de los azúcares lentos con los que funciona el cerebro) nunca constituyó un alimento completo para el ser humano. La prueba es que todos los panes, de cualquier sociedad pasada y presente, acompañan o se complementan con los alimentos que poseen los nutrientes, minerales, vitaminas, fibras, indispensables para el funcionamiento del cuerpo, y además se engalanan con ingredientes cuyas propiedades sensoriales (y en general medicinales) atraen irresistiblemente los sentidos. Conjunto que, por cierto, proporciona una felicidad indescriptible para los humanos. En suma, no sólo de pan, sino de las cocinas históricas del mundo, se reproduce la vida social y la vitalidad de los individuos, su capacidad, inteligencia y creatividad. Las que normalmente se ponen al servicio del propio entorno. Porque, si no fuera así, una dieta de pan y agua no se reservaría a los condenados, cuya pena es justamente sobrevivir a base de estos dos básicos pero insuficientes alimentos.
El problema de los conceptos simbólicos (como el pan) es que parecen denominar un todo real
, cuando sólo designan una parte de la realidad, estrechando así la percepción del individuo, reduciéndola y empobreciéndola. Si el pan de trigo simboliza el alimento fundamental de muchas poblaciones del mundo (no de todas), la tortilla de maíz tiene su equivalente en la mayor parte de México y Centroamérica y, como tal, dio origen en nuestra sociedad a la muy noble iniciativa, convertida en poderosa organización social y, finalmente, en ley protectora del ingrediente básico de nuestra alimentación popular, ante la devaluación de su importancia frente al trigo y, sobre todo, del peligro de su empobrecimiento genético. Pero este triunfo no sólo no promete blindarlo frente a los usureros del hambre, que siguen acechando para apoderarse de la producción del maíz privatizando sus características, sino que no hemos podido convencer al mundo y, en primer lugar a los mexicanos, de que el hambre y la salud no se solucionan con suficiente y hasta excedente maíz, ni siquiera con sus variedades criollas; porque este alimento no basta por sí sólo a cubrir las necesidades alimenticias del hombre.
Sí, no cesaremos de insistir en que la solución al hambre, desnutrición y obesidad, así como a las hambrunas periódicas, es el maíz criollo, pero como eje de un policultivo, cuyos elementos (frijol, cucurbitáceas, chiles, tomates) no necesitan fertilizantes ni plaguicidas. Además, las milpas que nuestros ancestros desarrollaron en distintos ecosistemas (bosques de altura, selvas tropicales, al nivel del mar, en zonas salinas o desérticas) asocian a los productos básicos de la milpa la flora y fauna endémicas de cada ecosistema, y es de esta variedad de donde surge la riqueza tan festejada de nuestras cocinas… Sin embargo, la denominación de la milpa no aparece en ninguna ley. Tal vez porque éstas son hechas por citadinos que creen que una milpa es un plantío de maíz y creen que preservar la planta consiste sólo en el intercambio de semillas, dejando su productividad a los nefastos monocultivos…
¡Lástima que la mezquindad impidió que la milpa fuera declarada Excepción Cultural
para sacarla de la camisa de fuerza del Tratado de Libre Comercio de América del Norte hace 20 años! Pero hay que seguir en la lucha por defender la fuente de la salud, el trabajo y las cocinas mexicanas.