Miércoles 7 de agosto de 2019, p. 4
En el libro El origen de los otros (2017), Toni Morrison ‘‘indaga en el terreno de la historia estadunidense de modo que se aboca a su ejemplo más antiguo y más potente de política identitaria: la del racismo”, escribe el educador estadunidense Ta-Nehisi Coates en el prólogo. La narradora y activista social Toni Morrison impartió en la primavera de 2016 un ciclo de conferencias sobre la ‘‘literatura de la pertenencia” en la Universidad Harvard, que dio origen texto, que ‘‘no trata directamente el ascenso de Donald Trump, pero resulta imposible leer sus opiniones sobre la pertenencia, sobre quién cabe bajo el paraguas de la sociedad y quién no, sin contemplar el momento en que vivimos”, añade Coates. ‘‘Estamos ante una obra sobre la creación de forasteros y el levantamiento de barreras, una obra que recurre a la crítica literaria, la historia y la autobiografía con el propósito de comprender cómo y por qué hemos llegado a relacionar esas barreras con la pigmentación de la piel”. Con permiso de Alfaguara, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de El origen de los otros, publicado por el sello Lumen. El capítulo completo ‘‘La patria del extranjero” se puede leer en La Jornada en línea.
Dejando a un lado el apogeo de la trata de esclavos en el siglo XIX, en ningún momento de la historia han sido tan intensos los movimientos de población generalizados como en la segunda mitad del siglo XX y el inicio del XXI. Son desplazamientos de trabajadores, intelectuales, refugiados y migrantes que cruzan océanos y continentes, que llegan por las oficinas de inmigración o en embarcaciones endebles, y que hablan muchas lenguas de comercio, de intervención política, de persecución, guerra, violencia y pobreza. Cabe poca duda de que la redistribución (voluntaria einvoluntaria) de población por todo el planeta figura en primer lugar en el orden del día de los estados, las salas de juntas, los barrios, las calles. Las maniobras políticas para controlar esos desplazamientos no se limitan a la vigilancia de los desposeídos ni a retenerlos como rehenes. Buena parte de ese éxodo puede describirse como el viaje de los colonizados hasta la sede de los colonizadores (como si, por así decirlo, los esclavos se marcharan de la plantación a la casa del hacendado), y consiste en gran medida en la huida de refugiados de guerra y (en menor medida) en la reubicación y el traslado de la clase directiva y diplomática a los puestos avanza-dos de la globalización. La instalación de bases militares y el despliegue de más soldados desempeñan un papel destacado en los intentos legislativos de controlar el flujo constante de personas.
Inevitablemente, el espectáculo de esos desplazamientos generalizados llama la atención sobre las fronteras, los lugares porosos,los puntos vulnerables donde el concepto de patria se considera amenazado por los extranjeros. En gran parte, la alarma que planea sobre las fronteras, las puertas, se nutre al mismo tiempo, me parece a mí, de: 1) la amenaza y la promesa de la globalización, y 2) una relación difícil con nuestra propia condición de extranjeros, con un sentimiento de pertenencia que se desmorona a toda velocidad.
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La globalización, aclamada con el mismo vigor que en su día el destino manifiesto, el internacionalismo, etcétera, ha alcanzado cierto nivel de majestuosidad en nuestra imaginación. A pesar de todas sus pretensiones de fomentar la libertad y la igualdad, sus repartos son dignos de un rey. Y es que puede otorgar mucho y negar mucho, en lo relativo al acceso (al cruzar fronteras), en lo referente a la cantidad (el número de personas afectadas positiva o negativamente), en materia de velocidad (la aparición de nuevas tecnologías) y en términos de riqueza (la explotación de recursos limitados sólo por la finitud del planeta y de innumerables mercancías y servicios que exportar e importar). No obstante, por mucho que se adore el globalismo como fenómeno casi mesiánico, también se vilipendia como mal instigador de una distopía peligrosa. Nos asusta su menosprecio de las fronteras, de las infraestructuras nacionales, de las burocracias locales, de los censores de Internet, de los aranceles, de las leyes y de los idiomas; su indiferencia ante los márgenes y los marginales; sus propiedades extraordinarias y fagocitadoras, que aceleran el borrado, un allanamiento de las diferencias significativas. Sin importar nuestra aversión a la diversidad, imaginamos una imposibilidad de distinción, la eliminación en un futuro cercano de todas las culturas y lenguas minoritarias. O especulamos con horror sobre lo que podría ser la alteración irrevocable y debilitadora de lenguas y culturas más destacadas ante el paso de la globalización.
Entre los muchos motivos y justificaciones de los grandes movimientos de población, el más destacado es la guerra. Se calcula que, cuando se conozcan las cifras definitivas de desplazados –de quienes huyen de la persecución, el conflicto y la violencia generalizada en el mundo actual (incluidos los refugiados, los solicitantes de asilo y los desplazados internos)–, el total superará ampliamente los sesenta millones. Sesenta millones. Y la mitad de los refugiados son niños. No conozco las cifras de fallecidos.
Aunque nuestros peores miedos sobre el futuro no se manifiesten por completo, lo cierto es que anulan las garantías de que la globalización vaya a traer una vida mejor y ofrecen advertencias alarmantes frente a una muerte cultural prematura. Una vez más me gustaría recurrir a la literatura para comentar el azote (el veneno) de la condición de extranjero. Más en concreto, quiero detenerme en una novela escrita en los años cincuenta por un autor guineano como forma de abordar el siguiente dilema: la difuminación del interior y el exterior que puede consagrar límites y fronteras (reales, metafóricas y sicológicas) mientras forcejeamos con definiciones de nación, Estado y ciudadanía y con los problemas prolongados del racismo y las relaciones raciales, a lo que se suma el llamado ‘‘choque de culturas’’, en nuestra búsqueda de la pertenencia.
Los escritores africanos y afroamericanos no son los únicos que asumen esos problemas, pero destacan por su historia larga y singular de resistencia ante ellos. De no sentirse en casa en su propia patria, de estar exiliados en el lugar que les corresponde (...).