Editorial
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Proteger los derechos culturales
E

n 2016, el artesano Adalberto Flores Gómez demandó a la trasnacional Nestlé por haber comercializado objetos promocionales en los que aparecía una serie de diseños que el dibujante de tenangos –bordados tradicionales de Tenango de Doria, Hidalgo– considera de su autoría. Desde entonces se han sucedido diversos casos en que compañías con presencia global toman diversas expresiones pictóricas de las comunidades indígenas mexicanas y las reproducen en objetos de venta masiva o de lujo –algunos de los cuales alcanzan precios de cientos de miles de pesos– sin ninguna consulta a los creadores y sin que a éstos les sea retribuida ninguna porción de las ganancias obtenidas gracias a su talento.

El caso de Flores Gómez resulta particular porque él pudo identificar varios diseños específicos y proceder ante instancias legales sobre lo que sostiene es un caso de robo de propiedad intelectual, pero el tema trasciende con mucho la cuestión de los denominados derechos de autor: lo que se debate es la apropiación cultural, concepto que en este espacio ya se ha definido como el acto de usar objetos, imágenes o símbolos de una cultura que no es la nuestra, en especial cuando a esta cultura no se le da un tratamiento respetuoso.

El fenómeno de la apropiación cultural no es nuevo, pero se ha convertido en un tema de interés público en México debido a su reiteración en fechas recientes: en 2017 la marca española Mango lanzó un suéter con la iconografía de los mencionados tenangos, mientras este año la francesa Louis Vuitton puso a la venta una silla tapizada con los mismos, y la neoyorquina Carolina Herrera, además de los tenangos, plagió bordados del Istmo de Tehuantepec y los conocidos sarapes de Saltillo. Este uso sistemático de elementos identitarios de los pueblos indígenas fuera de su contexto, sin el conocimiento de los creadores y por parte de actores del todo ajeno a las comunidades, difícilmente puede hacerse pasar como muestra de la interculturalidad que caracteriza a la sociedad globalizada; en cambio, parece adecuado caracterizarla como una violación de los derechos culturales perpetrada por poderosas corporaciones.

Como señala el etnohistoriador Aldo Guagnelli Núñez, de Chimalli Centro de Estudios y Derechos Culturales, no se trata de regular o legislar desde la perspectiva de los derechos de autor que rige la producción cultural en la dinámica mercantilista occidental, sino de reconocer y proteger los derechos culturales en su dimensión tanto individual como colectiva. Esto, que parece escapar por completo a los voceros de las firmas de moda que defienden el uso de diversos patrones textiles como inocentes homenajes, resulta evidente una vez se entiende que, para los artesanos y sus comunidades, cada diseño se encuentra ligado de manera intrínseca a todo su sistema de pensamiento.

Es deseable que las compañías de cualquier tamaño, pero ante todo las grandes multinacionales por el impacto global de sus acciones, cobren conciencia del significado que las obras artesanales guardan para sus creadores y procedan en un futuro con el respeto que éstos merecen. Por su parte, las autoridades harían bien en acercarse a las comunidades y los artesanos afectados para consultarlos acerca de los mejores mecanismos para proteger su patrimonio cultural.