Domingo 21 de julio de 2019, p. a12
En la obra más reciente de Jean-Marie Gustave Le Clézio, Bitna bajo el cielo de Seúl, una hija de pescadores deja su lugar de origen para continuar su formación académica en una ciudad donde se aloja en casa de una tía; ahí, en un cuartito descubre cuánta perversidad, cuánta envidia, cuánta cobardía y cuánta pereza puede albergar una persona. Con autorización de Lumen, sello de Penguin Random House Grupo Editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de esta novela del escritor francés reconocido con el Nobel de Literatura en 2008.
Salomé aplaudía. Le brillaban los ojos. Esbozó algunos ade- manes, pero la mano izquierda le fallaba y en lugar de tocarse la frente, se dio un manotazo en la nariz e hizo una mueca muy fea.
–Ahora querrá descansar un poco, ¿no? –le dije.
Salomé es alta y flaca pero por culpa de su enfermedad está muy encorvada en la silla de ruedas. Se tapa las piernas endebles con una manta escocesa para que no se vea que lleva pañales. A pesar de todo, se lo toma con humor. Dice: ‘‘¡Es para que no se vea que me tiemblan las piernas, no quiero perder la felicidad!’’. Es cierto, yo también conozco esa leyenda. Me gusta que tenga el coraje de burlarse de sí misma.
Insisto:
–Debe de estar cansada... –No, estoy bien.
Buscó un motivo para no estar contenta del todo, era su forma de ser. Lo único que se le ocurrió fue exigir nombres:
–Me ha gustado mucho la historia, me siento como si yo también pudiera volar igual que las palomas del señor Cho, por encima de la ciudad. ¡Qué ligera me siento! –Soltó una risita sarcástica–. ¡Pero quiero saber los nombres!
No la entendí del todo.
–¿Nombres? ¿Qué nombres?
Hizo un ademán de impaciencia.
–Los nombres de los lugares por donde vuelan esas palomas suyas, ¡dígame los nombres!
Entonces me inventé los nombres, todos los nombres que me sabía de la ciudad, y también nombres que no existen, lugares que nunca he visto, que he vislumbrado en mis sueños.
Dragón Negro y Diamante sobrevolaron los edificios hasta el río Han y luego pasaron por encima de Yeouido, de las casas estatales, grandes y blancas, de los parques donde los ancianitos llevan de paseo a sus nietos los domingos por la tarde, viraron lateralmente y ahí van, por encima del largo puente Seogangdaegyo, con los millones de coches corriendo uno tras otro como insectos. No se detienen ahí, pasan por encima de la isla de los patos y luego retroceden, bordean el río y después, el canal, van a Myeong-dong, por encima del hotel Savoy, hay montones de calles embotelladas, de callejuelas aún a oscuras, pasan junto a la gran montaña, a lo mejor Diamante hubiese querido pararse un momento en los pinos de la montaña, le encanta el olor de las agujas, le gustaría que Dragón Negro se decidiera a construir un nido, quizá algún día, pero él aletea deprisa, dibuja una amplia curva hacia Jongno, hacia la torre de la librería Kyobo, juntos vuelan hacia Insadong y luego hacia los jardines de Changgyeonggang, por encima del jardín secreto, el agua de las lagunitas brilla al sol, huele a árboles, a flores, el viento que baja de la montaña los empuja hacia atrás, están encima de Dongdaemun, de Sam- cheong, y el señor Cho, en la azotea polvorienta de su bloque, puede imaginarse lo que ven, los tejados tradicionales de brillantes tejas esmaltadas, los jardines, los patios cuadrados, a continuación las palomas vuelven cerca del palacio de Gyeongbokgung, hasta la estación de ferrocarril, descienden de nuevo hacia el sol, ya se está acabando el día, están cansadas después de tanto vuelo, trazan un semicírculo más en torno a los edificios de Samsung y el viento del río, o bien el viento solar, las devuelve hacia la elevada silueta que está pegada a la colina del Dragón, hacia la azotea donde las espera el señor Cho.
Salomé tenía la cara congestionada; mientras yo decía los nombres, cerraba los ojos y se deslizaba por el aire con la pareja de palomas, se escapaba de una calle a otra, sentía la corriente de aire del río, oía el ruido mezclado de los coches, los camiones, los autobuses y también el estruendo del metal del tren que se desliza por su surco cerca de la estación de Sinchon.
Me había inventado los nombres:
Songsi, Myeongju, Cheonggang, Pyeolhae, Paramgebi, Tokhae, Hongro...
No significaban nada, pero Salomé creía en ellos, sus manos demasiado blancas se aferraban a los brazos de la silla, como si hubiese despegado y se deslizara bajo las nubes...
Después, Salomé se escurrió un poco por el respaldo de la silla de ruedas, los ojos cerrados le teñían de azul los párpados blancos, se quedó dormida. Muy despacito, sin hacer ruido, me puse de pie, cogí el sobre de billetes de cincuenta mil wons que llevaba escrito mi nombre con letras grandes y desiguales,
BitNA,
abrí la puerta del estudio y salí a la calle.
Por aquel entonces, las cosas empeoraron mucho en casa. Las broncas eran cada vez más frecuentes, en parte porque mi querida prima, la encantadora Paekhwa, había empezado a salir de noche, a relacionarse con chicos, en resumen, a convertirse en una joven muy poco formal.
–Tú que tienes experiencia en la vida –decía mi tía dirigiéndose a mí (¿de qué experiencia hablaba?)– deberías decirle que rectifique su comportamiento, en el colegio ya no estudia y dice incluso que quiere dejarlo, que eso no sirve para nada.
No es que yo no lo hubiera intentado. En el fondo, me daba un poco de lástima esa chica que siempre había sido la niña mimada de su familia y que no sabía nada de la vida. La estuve sermoneando una tarde, a la salida del colegio, donde había ido a esperarla. Fuimos a un café Lavazza, en Hongik. Se sentó en la terraza para poder fumar.
–Quizá no deberías fumar con lo joven que eres –le dije. –¿Acaso no fumas tú?
–A tu edad aún no fumaba.
–¿Y ahora qué ha cambiado?
Lo dejé estar. Al fin y al cabo, que fumase en público o a escondidas no era asunto mío.
–Haz lo que te parezca, pero no te esfuerzas nada en clase. –¿Cómo lo sabes?
–Oye, he visto tus boletines, faltas muchísimo a clase, tienes unas notas catastróficas.
–¿Y qué te importan a ti mis notas?
De pronto, la conversación subió de tono, se inclinaba hacia mí, yo veía cómo se le dilataban las pupilas y se le hincha- ban de ira las venillas de las sienes.
–¡A ti, que no eres nadie, que no eres más que una pueblerina, y que por ir a la universidad te crees más que todo el mundo! ¡Vuélvete al Jeollado ese tuyo, vete a pescar calamares!
De pronto, me pareció fea y vulgar. La oía insultarme y no podía dejar de pensar que era como mi tía con veinte años menos, tenía la misma cara ancha, la barbilla huidiza, la frente estrecha. Todo lo que me decía, lo de volverme a pescar, lo había sacado de mi tía, que debía de decir lo mismo en cuanto me daba la vuelta.
Tomé una determinación. Con el dinero de Salomé, me alquilé un cuartito en otro barrio, en la colina que domina Sinchon. Lo bueno es que el cuarto contaba con una entrada independiente y no tenía que ver a la casera. Era solo una habitación en un semisótano, con un lavabo viejo y una taza de retrete separados con una cortina de plástico (...)