ace unas horas recibí un correo desde Budapest, con la noticia enorme de la muerte de Agnes Heller.
Conocí a Agnes y a su esposo, Ferenc Fener, en Nueva York hace ya 30 años. Su hijo, Gyuri Feher, fue mi ayudante en NYU y nos hicimos amigos. Gyuri me llevó a su casa y ahí conocí a sus ilustres padres. La amistad se extendió de manera natural hacia ellos. Y en esos años vinieron seguido a cenar a casa y yo también fui a la de ellos.
Una sobremesa con Agnes y Ferenc era una experiencia inolvidable, donde brillaba a cada instante la inteligencia prodigiosa y generosa de cada uno de ellos. Ambos tenían disposición a discutir y filosofar acerca de cualquier tema que hubiera a la mano. Eran infatigables. Además de su trabajo de investigación, sus clases y conferencias, iban casi a diario a conciertos y obras de teatro o al cine, y después de todo ello todavía encontraban tiempo para cenar con los amigos. Les gustaban mucho los amigos y darle tiempo a la conversación. Alguna vez nos quejamos juntos de que en Estados Unidos hubiera tan poco culto a la sobremesa: había ahí mucho hincapié en la producción, pero se descuidaba la importancia de la recreación y de la vida en común.
Ferenc murió hace 25 años, poco des-pués de que él y Agnes hubieran decidido dar por terminado su exilio de Hungría, y volver a Budapest. Tras la pérdida enorme de Ferenc, Agnes siguió igual de activa que siempre. La penúltima vez que estuve con ella, hace poco más de un año, en Budapest, me contó que estaba escribiendo un libro sobre los sueños enla filosofía. No sé si lo terminó. Me ha-bló brevemente de los sueños en Shakespeare y en Freud, y también en varios filósofos que ya no recuerdo. Tenía quizá 88 años, pero seguía igual de curiosa y penetrante que siempre. Oirla era apasionante.
De hecho, una característica de Agnes Heller era su vitalidad incontenible. Quizá eso le haya venido por haber sido sobreviviente del Holocausto, no lo sé. Su padre fue deportado a Auschwitz y murió ahí, mientras que la muy joven Agnes y su madre consiguieron evadirla deportación. La única que vez que habló de aquello en mi presencia fue en una cena en su casa en que estaban también Eric Hobsbawm e Istvan Deak. Yo sólo había visto a Hobsbawm en algu-nas de sus conferencias. Estaban hablando del Eichmann en Jerusalem, de Hannah Arendt, y en esa porción de la conversación me limité a escuchar, lo cual era lo indicado.
Agnes decía que ella se pudo escapar con su madre mientras los formaban para subir a los trenes por dos razones. Primero, escaparon sólo porque otros no lo pudieron hacer. Es decir, su sobrevivencia se dio sólo porque muchos otros no podían huir. Había en ese comentario una fuerte carga ética. Agnes vivió sólo gracias a que otros murieron. Entendí que era esa parte la razón de su vitalidad. Tenía alegría de vivir, sí, pero tenía también el deber de hacerlo. Vivir bien era, en cierta modo, un deber.
La otra cosa que mencionó también me pareció reveladora. Los niños,
dijo, éramos los únicos que sabíamos que nos iban a matar a todos.
Los adultos se hacían ilusiones. Cavilaban y calculaban. Medían diferentes posibilidades, mientras que los niños entendían. Sentían el odio y sabían a dónde conducía. Así que fue Agnes quien animó a su madre a escaparse y no al revés. Este comentario me hizo entender mejor la veta libertaria de la filosofía de Heller y su compromiso con el pluralismo, y también su revuelta contra el llamado centralismo democrático
del Partido Comunista Húngaro, del que fuera expulsada en dos ocasiones.
A Agnes le importaba la mirada del niño. Creía en la importancia de las percepciones y del individuo, y esa cualidad hacía contagiosa su pasión por la filosofía. Era una persona que filosofaba sobre lo que le fuera importando personal y políticamente: la vida cotidiana, la estética, el hombre del renacimiento, los dramas políticos de Shakespeare... era además una lectora realmente voraz. Sabía de todo. Conocía mucho mejor la literatura latinoamericana que yo, por ejemplo. Eso quizá no signifique mucho en sí mismo, pero no deja de ser nota-ble en una filósofa húngara, que no hablaba el español. Por cierto que le encantaba la América Latina y tuvo muchos alumnos de esta región. Gozaba cuando le tocaba viajar a Buenos Aires, a San Pablo, a Bogotá o a México. Consideraba que América Latina es más europea que Estados Unidos, cosa que me parece bastante cierta.
La última vez que vi a Agnes fue en Nueva York, en abril pasado. Nos reunimos en casa de Judith Friedlander para celebrar anticipadamente su cumpleaños, porque cumpliría 90 años en un par de meses. Reunió a muchos de sus amigos neoyorquinos. Ahí nos repasó su agenda para el próximo par de meses. Viajes, conferencias, discusiones públicas, reconocimientos. En Nueva York, seguía caminando para acá y para allá, y prefiriendo siempre viajar en el Metro a los taxis.
Agnes Heller mantenía una excelente condición física, y nadaba a diario. Ayer nadó en un lago cercano a Budapest y se ahogó. Creo que ella tenía que morir viviendo. A mi me deja con el sentimiento de una pérdida irreparable para nuestra época. Como si un continente hubiera dejado de existir.