Los chicos salvajes
U
na película dedicada a las potencias de las metamorfosis y a la dicha de todo lo que es híbrido
, define el cineasta francés Bertrand Mandico su primer largometraje Los chicos salvajes (Les garçons sauvages, 2017), realizado luego de 20 años de una intensa producción de cortometrajes entre oníricos y surrealistas, que incluyen títulos como La resurrección de las naturalezas muertas (2012), Cabaret prehistórico (2014) y Ultra pulp (2018), todos ellos sugerentes anticipaciones del festín visual que es este nuevo elogio de la androginia y la trasgresión de género.
Relectura del cine de aventuras inspirado en los relatos de Julio Verne, esta película ambientada en los años 30 del siglo pasado, evoca las peripecias y desventuras de un grupo de adolescentes que combinan el juego y la crueldad en sus vacaciones de verano hasta cometer un crimen por el que serán castigados con una sensualidad sádica y exquisita. Nada en su apariencia inofensiva de escolares con corbata y pantalones cortos, estilo británico, permite suponer su propensión a esos placeres y rituales inclementes que los hermanan a los protagonistas de El señor de las moscas, novela de William Golding llevada a la pantalla por Peter Brook en 1963. Hay una inspiración más, declarada por el cineasta: el movimiento de las juventudes hitlerianas entre las dos guerras, su culto a la belleza corporal, su retorno primitivista a la naturaleza mediante la disciplina y el deporte, y una frialdad metódica juvenil capaz de exaltación espiritual y también de todas las bajezas humanas.
El giro novedoso y perverso es intervenir la figura del Capitán (Sam Lovwyck) maduro, suerte de pirata rudo y flagelador, que perfeccionará la educación de estos pupilos indómitos abandonándolos en una isla de placeres –dominada por Séverine (Elina Löwensohn), matriarca iniciadora– donde la vegetación cobra vida transformando toda la belleza natural en una continua amenaza perturbadora. Del mismo modo en que los adolescentes presentan un aspecto andrógino, a un paso de la transición de género, las playas, los árboles y las plantas de la isla acusan rasgos antropomórficos y apetitos sensuales que avasallan a los jóvenes aventureros. En este tributo triunfal al artificio se dan cita las referencias que reivindica el propio cineasta: la pintura de Max Ernst o la James Ensor para el diseño de siniestras máscaras carnavalescas, el cine temprano de piraterías fantásticas del chileno Raúl Ruiz o los cortometrajes transgresores de Kenneth Anger, incluso la fosforecencia plástica del Querelle de Fassbinder. Añádase una pista sonora que va de Offenbach a Nina Hagen (¿por qué no Diamanda Galás o Yma Sumac, ya entrados en gastos?). El resultado es alucinante. En esa isla fantástica y ese bosque poblado por figuras quiméricas, los adolescentes descubren los tortuosos goces de la pansexualidad, el salvajismo de la diversidad extrema y el éxtasis de un mundo orgánico vivo que es un escarmiento para su petulancia de inexperimentados y el primer paso para una liberación verdadera.
Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional a las 12 y 17:30 horas.