Gran tarde de Antonio Mendoza en La Florecita // José Tomás, cotizarse por ausencia
n México y en el resto de los países con tauromaquia sobran toreros buenos y toros bravos, falta voluntad del siniestro sistema taurino global para dinamizar el espectáculo con relevos que apasionen y lo hagan repuntar en una sociedad que se pretende ecologista y animalista, mientras miles de seres humanos son asesinados a diario ante la indiferencia de esa sociedad.
Por pésimo ejemplo, la reciente prohibición de corridas de toros y peleas de gallos en el estado de Quintana Roo, a cargo de la sensible XV legislatura, contrasta con los homicidios a la alza en el paradisiaco Cancún, hace años, a merced de la delincuencia organizada y de pugnas entre narcos, salvo que se tengan otros datos. Son los fallidos baños de pureza de un sistema social, cuyo humanismo hipócrita rebasa todo lo imaginable.
El domingo pasado en La Florecita, de Ciudad Satélite, protagonizaron vibrante mano a mano el michoacano Antonio Mendoza y el tlaxcalteca Gerardo Rivera, ante astados de La Concepción, San Isidro, Rosas Viejas y un anovillado ejemplar de Xajay, pitado ruidosamente antes de que se le desprendiera el pitón desde la cepa. La cerrada ovación previa a los alternantes tuvo aromas de esperanza.
Antonio Mendoza anduvo como si trajera 30 corridas cuando sólo traía tres. Lanceó con temple a su primero, soso y pasador, y con la muleta lo hizo lucir –eso es torería– por ambos lados. Perdió la oreja luego de dos pinchazos arriba, pero reiteró su privilegiada conexión con el tendido. Lo grande vino con Tosijoso, un cárdeno de Rosas Viejas que desde su salida acusó alegría, calidad y transmisión, al que Mendoza recibió con suaves verónicas, llevó al caballo en tres ocasiones y le permitió desplegar su sólida tauromaquia en muletazos por alto, desdenes, derechazos largos y naturales cadenciosos a pies juntos o con el compás abierto, muy bien rematados en maravillosa y sostenida conjunción. Dejó un estoconazo en todo lo alto y recibió dos merecidas orejas. Lo dicho: tenemos buenos toreros, lo que no hay es voluntad de aprovecharlos.
Un aficionado pregunta sobre el matador José Tomás (Galapagar, Madrid, 44 años en agosto) luego de su actuación en la plaza de Granada, el sábado 22 de junio, en que obtuvo seis orejas y un rabo y a punto estuvo de ser desnudado cuando algunos idiotas metidos a admiradores casi le arrancan la chaquetilla, en esa moda fetichista que improvisa relicarios en vez de exigir adversarios en toros y en toreros. Me parece, le dije, que Tomás es el último torero verdaderamente perturbador de finales del siglo XX no obstante lo convencional de su tauromaquia, que logró evolucionar del quietismo suicida al aguante con criterio.
José Tomás pronto se dio cuenta de las zancadillas y los abusos, allá y aquí, de los que figuran, por lo que decidió salirse del sistema, cotizarse por ausencia y hacer su propia fiesta, al margen de tan lamentables métodos, sabedor de que su personalidad y actitud bastaban para llenar cuanta plaza lo anunciara. Luego de su desafortunado mano a mano en enero de 2016 con Joselito Adame en la Plaza México, que llena hasta el tope recibió un balde de agua de fregadero al comprobar los excesos administrativos del de Galapagar frente a deslucidas reses, Tomás torea ocasionalmente, escoge plazas, fechas, ganado y alternantes, gana más que ninguno y triunfa. Pero no será él, como esperan algunos no tan ingenuos, quien rescate esta decadente fiesta; el sistema taurino debería producir más diestros como José Tomás, pero a la voraz tauromafia no le conviene hacerlo.