esde su estreno en viajes presidenciales, cuando el pasado enero voló hasta Davos, en los Alpes suizos, a cada salida oficial de Jair Bolsonaro el país se pone a la espera de los desastres de turno.
Es infalible: ha sido así cuando estuvo en Washington, en demostraciones de sumisión explícita frente a su modelo y paradigma, Donald Trump, luego en Chile, otra vez en Estados Unidos, y en Argentina.
Ahora le tocó ir más lejos: Osaka, Japón, para la reunión del G-20, que reúne a las 20 mayores economías del mundo. Y el respetable público no se decepcionó: antes mismo de su vuelo, otro avión de la comitiva presidencial estuvo en el centro de un incidente grave en España. Un sargento de la Fuerza Aérea brasileña, integrante de la tripulación, fue atrapado con 39 kilos de cocaína.
Como frente a semejante cantidad a nadie se le ocurriría argumentar que se trataba de droga para consumo personal, lo que la policía de Sevilla tuvo en manos fue un caso clásico de narcotráfico.
Es verdad que existen antecedentes en aviones militares brasileños. Pero en una comitiva presidencial, nunca antes hubo algo igual.
Claro está que Bolsonaro no tiene ningún vínculo con el contrabando de cocaína. Pero queda evidente la brutal y grosera falla en los mecanismos de seguridad que rodean –o deberían rodear– al presidente.
En el viaje de regreso Bolsonaro trajo un regalo especial, el anuncio de que se llegó finalmente a un acuerdo comercial entre el Mercosur y la Unión Europea. Luego de arrastrarse por largos 20 años –la cuestión empezó a ser negociada en época del entonces presidente Fernando Henrique Cardoso, pasó por dos mandatos de Lula da Silva, un mandato y medio de Dilma Rousseff y por el poco menos de dos años de Michel Temer– finalmente se llegó a un punto final. Los términos del acuerdo siguen nebulosos, y serán necesarias nuevas y complejas rondas de negociaciones para que se establezcan los detalles. Pero, como es natural, Bolsonaro tratará de sacar provecho de la novedad.
Claro que su contribución en este caso es comprable a mi historia personal con el Metro de Tokyo: sé que existe, pero nunca lo vi. Queda claro que alguien debe haberlo advertido del capital político a ser explotado.
En todo caso, no hay nada que logre ocultar la realidad: con Jair Bolsonaro, el país se encuentra más aislado que nunca.
Ya no queda casi nada de los tiempos de la diplomacia activa iniciada por Fernando Henrique Cardoso (1995-2002) y multiplicada exponencialmente por Lula da Silva (2003-2010) y, mal que bien, mantenida por Dilma Rousseff (2011-2016). La brusca interrupción de su segundo mandato, a raíz de un golpe institucional, y su sustitución por un opaco e insignificante (además de corrupto hasta la médula) Michel Temer sirvió para empujar el país al rincón de los insignificantes, amenazando lo alcanzado en las décadas anteriores. Con Bolsonaro ese aislamiento se consolidó, y no hay recuperación a la vista.
Tenemos un presidente que es fuente natural de desastres, y que no necesita estímulos externos para funcionar. Su visión del mundo y del rol que el país puede y debe ejercer en tal escenario no es siquiera equivocada: es dramáticamente primaria, casi inexistente. Su viaje a Japón confirmó lo esperado.
Tan pronto desembarcó en Osaka, disparó contra la alemana Angela Merkel –‘Alemania tiene mucho que aprender sobre preservación ambiental con Brasil’– y el francés Emmanuel Macron (‘No seré como mis antecesores, que bajaban la cabeza frente a críticas’).
Acto continuo, o casi, anunció que suspendía una reunión bilateral con Macron. Luego dio marcha atrás: dijo que habría un ‘encuentro informal’. Mientras, la comitiva del francés decía, un tanto atónita, que había sabido de la reunión bilateral por la prensa: no hubo ninguna negociación previa, como prevé el protocolo más elemental. Todo terminó con un corto –12 minutos– diálogo entre los dos.
Con Merkel, quien se había declarado preocupada por la ‘dramática situación ambiental’ bajo Bolsonaro, hubo una conversa también ‘informal’. A la salida, el brasileño dijo que su interlocutora había adoptado ‘un tono cordial’. No dijo lo que le dijeron tanto Macron como Merkel: el acuerdo Mercosur-Unión Europea está absolutamente condicionado a que Brasil preserve la política ambiental llevada a cabo a lo largo de los pasados 20 años, y que su gobierno está rigurosamente empeñado en destrozar.
La lista de desastres de Bolsonaro no estaría completa sin algún malestar con China, y el capitán presidente otra vez no decepcionó: alegando un retraso de poco menos de 20 minutos de su interlocutor, suspendió la reunión bilateral con Xi Jinping, presidente del país que es el mayor socio comercial de Brasil.
Ya con Trump, cuyo retraso fue de casi media hora, la reunión no sólo se mantuvo como fue la gran alegría del viaje: al fin y al cabo, no es en todos los viernes que Bolsonaro logra apretar la mano de su ídolo.