n redes sociales causó mucha inquietud la presencia de dos ministros de culto religioso en el acto de unidad en defensa de la dignidad de México y en favor de la amistad con el pueblo de Estados Unidos, celebrado el 8 de junio en Tijuana. La irritación se centró en la pérdida de la laicidad del Estado. La presencia de líderes religiosos en un importante acto político convocado por el Presidente de la República contraviene el espíritu del artículo 130 constitucional, que sentencia la existencia del principio histórico de separación entre el Estado y las iglesias. Dicho principio orienta el conjunto las normas contenidas en la Constitución mexicana.
Quedaba claro que la intención política era mostrar la unidad de figuras sociales y políticas presentes en el acto. Estos fueron gobernadores, representantes populares, legisladores, empresarios, indígenas, dirigentes de la sociedad civil y dos líderes religiosos. La presencia de los ministros de culto representaba la adhesión de las iglesias a la defensa de la soberanía. Sin embargo, AMLO fue más lejos y les cedió la palabra. ¿Buscaba AMLOsumar a Dios a la unidad nacional? ¿Qué necesidad había en un acto republicano introducir predicas religiosas? Incluso las posiciones de los ministros de culto fueron contrapunteadas. El evangélico Arturo Farela, de Cofraternice, en tribuna exaltó la fundación de Estados Unidos bajo los principios cristianos y bíblicos. En cambio el sacerdote católico Alejandro Solalinde reivindicó la bendición al pueblo mexicano de la Virgen de Guadalupe. Mientras Farela exaltó la inscripción en el dólar: en Dios confiamos
, Solalinde en cambio cuestionó al dios dinero y la sacralización del mercado. Dos personajes disímbolos. Farela representa una pequeña porción del pentecostalismo más conservador. Y Alejandro Solalinde es un sacerdote progresista muy reconocido y querido por la sociedad, pero dista mucho de representar los intereses de la jerarquía católica. Ambos tienen en común la lealtad a López Obrador y lo han apoyado en sus campañas, contraviniendo las leyes electorales. Farela libró dos procedimientos sancionadores y Alejandro Solalinde estuvo a punto de comparecer ante las autoridades mexiquenses a demanda del PRD, que de último momento retiró su requerimiento (mi artículo El padre Solalinde enfrenta el infierno mexiquense
, La Jornada 12/7/17).
La pregunta de fondo es cuál es la concepción de laicidad del Estado en el Presidente. ¿AMLO tiene una lectura particular del Juárez laicista? Es claro que enaltece más la libertad religiosa que la separación entre el Estado y las iglesias. Sin duda, vivimos tiempos distintos marcados por una megatendencia en América Latina, esto es, la caída vertical y vertiginosa del catolicismo. En contraste, la irrupción religiosa y política de los grupos evangélicos. Estamos ante un curso inédito. Probablemente la Cuarta Transformación (4T) sea un régimen de un peculiar laicismo posjuarista. Un presidente predicador que contrasta con muchos de sus colaboradores que vienen de una tradición anticlerical. Pareciera que AMLO está comprometido con romper la tradición de un laicismo antirreligioso e introducir un laicismo de colaboración. Una laicidad que articule los valores religiosos con el ejercicio del poder. Frente a la crisis de valores de la sociedad mexicana, AMLO parece recurrir al arsenal moral y a los principios ético religiosos que predican las iglesias. Frente a la ruptura entre moral y política, AMLO aspira a una revolución espiritual que combata la corrupción sistémica. ¿La constitución moral será una respuesta adecuada? Por ello la concepción y la reconceptualización de la laicidad son en este momento determinantes.
Con el salinismo como epicentro, pareciera que la clase política en México, desde 2000 con Vicente Fox necesita a las iglesias como factor de gobernabilidad. Son más de 20 años de jaloneos y arrebatos religiosos de gobiernos que recurren de alguna forma al factor religioso, sea para ganar legitimidad, imagen o consolidar alianzas para el equilibrio del poder frente a las demandas de la sociedad. Lo novedoso en la actualidad es la poderosa irrupción evangélica. Hay una extraordinaria mutación cultural en América Latina de la que México no escapa. La gravitación de iglesias pentecostales y neopentecostales consiste en que poseen una amplia base social popular. Dichas iglesias se han posicionado en amplios sectores desheredados y excluidos por la globalización. Sectores marginales del campo y de las periferias urbanas abandonadas por la Iglesia católica, los partidos y los propios gobiernos. Legiones de pobres apetecibles en tiempos electorales. Por ello, asistimos al advenimiento de bancadas y partidos evangélicos. El triunfo de Jair Mesías Bolsonaro en Brasil es inexplicable sin el apoyo de las principales iglesias pentecostales locales.
Los movimientos evangélicos se han instalado en el mercado popular. Que es el mercado social al que la 4T aspira bajar sus programas sociales. El riesgo es utilizar las iglesias. La tentación es confundir políticas de gobierno con política de Estado. No sobra recordarlo, la postura moral de la mayoría de las iglesia pentecostales es radicalmente conservadora y en algunos casos fundamentalista. La laicidad mexicana puede correr el riesgo de sucumbir ante una posible operación política pragmática. Por ello no podemos soslayar la presencia de dos ministros de culto en el acto convocado por AMLO. Su presencia va más allá de una metáfora. Pareciera que AMLO abandona la concepción más liberal de la laicidad, pero ¿hacia dónde?
Como sociedad no podemos dejar que impere el pragmatismo político; debemos tomar muy en serio un profundo debate sobre la laicidad en México.