oncesionarios del servicio de taxis paralizaron ayer diversos puntos de la ciudad capital para exigir regulaciones al servicio de transporte basado en plataformas digitales, como Uber, Didi y Cabify.
Unos 8 mil vehículos, de los más de 120 mil que tienen placas de taxi en la entidad. Las unidades paralizaron la circulación en 27 puntos de la urbe; grupos de taxis del estado de México bloquearon las casetas de las autopistas México-Pachuca y México-Querétaro, y a esa protesta, que tuvo su expresión más visible en una concentración de autos de alquiler en el Zócalo capitalino, se agregaron grupos de concesionarios de autobuses y microbuses que esgrimen otras peticiones. Tras una mañana con la movilidad urbana desquiciada, los quejosos, quienes ya participan en una mesa de diálogo con las autoridades capitalinas, fueron recibidos por la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero.
La inconformidad de concesionarios y operadores de taxis tradicionales ante la vertiginosa expansión de las apps de transporte surgidas en la presente década no es asunto nuevo ni local: hace años que en buena parte de los países tienen lugar protestas masivas ante lo que los taxistas consideran una competencia desleal. En México y en el extranjero el descontento por la pérdida de mercado ha desembocado en agresiones contra conductores afiliados a Uber y a otras plataformas digitales.
Las protestas de los concesionarios y sus operadores van desde la exigencia de que los gobiernos prohíban su operación hasta que se les someta a regulaciones similares a las que están sujetas los taxis tradicionales.
El asunto adquiere una complejidad adicional si se considera que en ésta, como en otras ciudades, los servicios de taxis no suelen estar organizados de manera homogénea, y en ellos confluyen los conductores de sus propias unidades, los cuales pueden ser considerados –en rigor– pequeños empresarios, con los concesionarios de decenas, cientos o miles de vehículos que los dan a trabajar
en una diversidad de modalidades a los conductores, pasando por los grupos clientelares y corporativos e incluso por mafias.
En tales circunstancias es difícil distinguir las reivindicaciones legítimas de los trabajadores del volante de aquellas inducidas como formas de presión política o económica. Esas circunstancias se han traducido en una degradación de la calidad del servicio de taxis –precios altos, servicios condicionados, mal estado de las unidades, escasa o nula capacitación de los operadores– que ha facilitado enormemente la penetración de Uber, Cabify, Didi y otras empresas en diversas naciones.
Por otra parte, resulta evidente que el desarrollo tecnológico impone en las sociedades nuevas formas de comercio y prestación de servicios cuya expansión resulta indetenible.
Al respecto, la resistencia de los taxistas tradicionales ante el empuje de las apps parece tan poco fructífero como lo habría sido un movimiento de trabajadores del servicio postal en contra de las plataformas de mensajería digital. Visto desde esa perspectiva, parece invitable que los taxis tradicionales desarrollen sus propias aplicaciones o se sumen a las ya existentes.
Más allá de esas consideraciones, debe resaltarse que los servicios de transporte de alquiler, sea en taxis o en unidades de Uber, se han mantenido al margen de todo marco laboral. Los choferes de taxi que entregan al dueño del vehículo una cuenta diaria
operan casi siempre sin contrato de trabajo, prestaciones ni seguridad social, en una relación estrictamente mercantil. Otro tanto ocurre con los conductores afiliados a las apps, las cuales consideran socios
por igual a los propietarios de los vehículos y a quienes los conducen.
Esta circunstancia lamentable tampoco es exclusiva de México, pero ello no debe soslayar la necesidad de avanzar hacia el diseño y el establecimiento de un marco laboral preciso que regule la relación entre plataformas tecnológicas, propietarios y concesionarios y los que son, propiamente, trabajadores de esos transportes.