o es cierto que la austeridad sea una buena consejera. Mucho menos si por austeridad se entiende resignación frente a la penuria. De aquí emergen los peores pensamientos que se vuelven rencores sociales pero también lucha descarnada, hasta del todo por el todo, en defensa o en pos de los recursos siempre escasos que la llamada austeridad convierte en algo más que valioso y por lo que vale la pena luchar hasta el final, hasta la muerte, pero de preferencia la del rival, presunto o real contendiente por el acceso y control de capacidades instaladas, riquezas existentes o supuestas, etcétera.
Este debería haber sido el principio ordenador negativo
del gobierno cuando tuvo que rendirse a la evidencia de una falta crónica de medios de gasto sustentados en ingresos propios, impuestos, entradas de las empresas estatales, derechos y aprovechamientos, en fin, toda la parafernalia fiscal donde reinan las habilidades de la partida doble y la astucia de los abogados de Hacienda
. Si en efecto ésta era y es la situación y no se quería recurrir al endeudamiento, por más barato y accesible que fuese, tendrían que habernos contado y explicado y, por lo visto, haberse explicado ellos primero, que México encaraba una circunstancia inaceptable para hacer un buen gobierno, a la que habría que buscarle salida productiva y pronta.
Es decir, una situación que tendría que trascenderse con más recursos derivados de una reforma tributaria efectiva que fuese, además, el vehículo privilegiado para generar un gran acuerdo nacional por una reforma hacendaria que revisase hasta la última coma los hoyos negros
de deducciones y demás ingenios que han hecho impresentable nuestro sistema fis-cal y ricos a muchos despachos fiscalistas. En especial, esta reforma debía poner máxima atención y capital político al gran desafío que entraña un gasto público hecho de aluvión, rutina y aprovechamientos desmesurados por parte de minorías convencidas hasta el delirio de que son merecedoras de todo privilegio emanado de un Estado hecho de parches, errores y omisiones, que han desembocado no en un gasto gigantesco y sin control, como suena la demagogia derechista, sino ineficiente, inoportuno y siempre insuficiente.
Lo anterior debería ser evidente si el criterio de evaluación maestro del tamaño y ejercicio del gasto es el inventario de las muchas necesidades y carencias sociales que la demografía genera y el Estado tiene que cubrir y satisfacer por mandato constitucional. Y de elemental legitimidad.
El gobierno se inventó el fantasma amistoso de los guardaditos de Hacienda, la corrupción como stock secreto de aviesas burocracias y echó andar la presunción de que con lo que había, sumados los montos maravillosos mencionados antes, podía arrancar su gestión y el reparto generoso prometido. Pero no ha sido así y no puede ser así, porque en su mayoría esos dineros o no existen o no se pueden asignar a voluntad ejecutiva, porque los más de ellos están documentados en partidas, programas y derechos que no pueden removerse por decreto o una simple decisión mayoritaria en el Congreso.
La primera prueba de ácido, aparte de la que se expresa cotidianamente en los hogares de los servidores públicos despedidos o descontratados, es la renuncia del señor Germán Martínez y su carta de denuncia del estado que guarda el IMSS y con él la salud y la protección de los mexicanos, los cubiertos y los que no lo son y vive a la intemperie. Lo planteado por Martínez reclama cirugía mayor y nada indolora y habrá que ver si el presidente López Obrador y sus colaboradores en el sistema primordial de los compromisos del Estado con la justicia social, se muestran dispuestos a llevarla a cabo, sin prisas pero sin pausas y con la intensidad que reclama su carácter de bien básico para la vida de todos.
Las cuentas no son todo cuando se habla de política económica y social. Pero hacerlas mal y creérselas puede resultar muy caro. Más de lo que esta triste austeridad impuesta nos ahorra. ¿Segunda llamada?