n varias ocasiones hemos hablado del Museo de la Ciudad de México que ocupa el antiguo Palacio de los Condes de Calimaya, está en el vértice de las avenidas Pino Suárez y República de El Salvador. Esquina imponente que se distingue por tener empotrada una enorme cabeza de serpiente, que de acuerdo con el arqueólogo Eduardo Matos debe haber estado en el Templo Mayor.
Muchas veces hemos hablado de la extraordinaria arquitectura de la mansión, que diseñó en el siglo XVIII –época del apogeo del barroco– el insigne arquitecto Francisco Guerrero Torres, con los materiales característicos de ese periodo: el tezontle color vino y la elegante chiluca.
Hemos descrito con mucho detalle los patios interiores: el principal con la majestuosa escalera y la primorosa fuente que preside una bella sirena de cola bífida, símbolo del pueblo de Metepec, una de las propiedades de la opulenta familia. De la capilla, del soberbio portón manufacturado en Manila que llegó a la Nueva España en la Nao de China, obra maestra de la ebanistería barroca. Asimismo, del estudio de Clausell, el pintor impresionista que dejó pintados los muros con decenas de pequeñas imágenes.
Pero estábamos en deuda con un sitio, medio recóndito, ya que se encuentra al fondo del que fue el patio de servicio y que resguarda un tesoro: la Biblioteca Jaime Torres Bodet.
Escritor, poeta, diplomático, funcionario público, de muy joven formó parte del grupo que se integró en torno a la revista Contemporáneos, que surgió a fines de los años 20 del siglo pasado. En sus escasos cuatro años de vida la publicación tuvo gran trascendencia en el devenir literario y cultural del país por su peculiar síntesis de tradición y vanguardia.
De escasos 20 años, Torres Bodet fue director de Bibliotecas de la Secretaría de Educación Pública, misma de la que posteriormente sería titular en dos ocasiones: una en los años 40 y la otra en los 60.
Durante este último periodo tuvo gran influencia en la decisión del presidente Adolfo López Mateos de construir varios de los museos más importantes de nuestro país: en Chapultepec, el Nacional de Antropología, el de Arte Moderno, el del Caracol y el de Historia Natural; en Tepotzotlán, el del Virreinato, y el de las Culturas en el Centro Histórico, entre otros.
Fue representante de México ante la Unesco, organismo al que renunció cuando éste aceptó como integrante al gobierno del dictador español Francisco Franco. De esto nos enteramos en el libro de José María Muría que acaba de publicar la editorial Miguel Ángel Porrúa: Si no fuera por México, obra extraordinaria que nos cuenta lo que hicieron muchos mexicanos encabezados por el presidente Lázaro Cárdenas para salvar la vida y ofrecer un futuro a alrededor de 80 mil refugiados españoles. Asimismo, a miles más de otras nacionalidades que salvó Gilberto Bosques durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra.
Continuando con la biblioteca, se dice que es el mayor acervo bibliográfico acerca de la Ciudad de México. Tiene como objetivo preservar, organizar y difundir el patrimonio documental sobre la capital y cuenta con un acervo de alrededor de 10 mil volúmenes.
Custodia una hemeroteca del siglo XIX, un fondo reservado que concentra la historia legislativa de la ciudad, desde las Leyes de Indias de 1774, hasta las Memorias del Ayuntamiento de la Ciudad de México.
Tiene una sala de consulta especializada en la Ciudad de México: historia, transformaciones y semblanza de sus habitantes, así como una sección de publicaciones periódicas y colecciones de literatura y artes plásticas.
Siempre que venimos al Museo de la Ciudad de México aprovechamos para comer en el restaurante La Rinconada, justo enfrente, en la Plaza de Jesús 13.
La bella casona, que se dice data del siglo XVI, ofrece sabrosa comida mexicana y la vista desde sus balcones de la plaza y el museo. No puedo dejar de recomendar las pacholas, esos bisteces hechos en metate que son una delicia y ya casi nadie prepara.