a muerte de la estudiante Aideé Mendoza Jerónimo, por herida de bala, el lunes de la semana pasada en un salón de clases del Colegio de Ciencias y Humanidades Oriente, y sobre la cual aún no se tiene una versión delineada, volvió a llamar la atención pública sobre el recrudecimiento de la inseguridad en la capital de la República. Aunque por desgracia el homicidio referido es sólo uno más, tiene la singularidad de haberse registrado en un espacio que se supondría seguro por naturaleza, como debería ser el aula de un recinto universitario.
La reacción del gobierno capitalino para hacer frente a la violencia en los distintos planteles de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y del Instituto Politécnico Nacional ha sido diseñar un plan de seguridad, cuya primera etapa se denomina Senderos Seguros, en las inmediaciones de las escuelas, así como en el establecimiento de rutas de transporte público especial para estudiantes. Dicho programa se extenderá a las instalaciones del Colegio de Bachilleres y del Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica.
Aunque necesarias, estas acciones resultan insuficientes, incluso en el ámbito de los centros de enseñanza, dentro de los cuales se registra una incidencia creciente de delitos, como los de índole sexual, el robo, la extorsión y el tráfico de drogas.
Las soluciones se dificultan por el estatuto de autonomía que ostentan instituciones como la propia UNAM y las universidades Autónoma Metropolitana (UAM) y Autónoma de la Ciudad de México (UACM), estatuto que ha sido interpretado, con razón o sin ella, como una suerte de extraterritorialidad que impide o coarta la actuación de las corporaciones policiales adentro de los campus. Por lo demás, el problema no se circunscribe, desde luego, a los espacios universitarios, sino que afecta, con diversos grados de intensidad, a casi todas las zonas urbanas, genera zozobra creciente en la población de todas las condiciones socioeconómicas y crea una percepción de indefensión generalizada y un reclamo creciente ante las autoridades capitalinas.
Debe reconocerse que la actual administración de la ciudad, encabezada por Claudia Sheinbaum, heredó una seguridad pública severamente descompuesta, entre otros factores, por la corrupción y por el empecinamiento del anterior jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, en negarse a reconocer que en la Ciudad de México actuaba ya el crimen organizado que ha asolado otras urbes y regiones del país. Para mayor dificultad, la crisis de violencia delictiva e inseguridad es de índole nacional y demanda de una estrecha coordinación y colaboración entre las autoridades federal y la estatal.
Sin desconocer esos hechos, y teniendo en mente que en cinco meses no puede revertirse la degradación de la seguridad pública que se ha desarrollado en 12 años, es claro que el gobierno capitalino debe actuar con rapidez en múltiples terrenos para empezar a revertir la alarmante situación: en tanto la aplicación de programas sociales, educativos y de salud dan frutos apreciables en la reducción de la pobreza, la exclusión y la marginación –causas profundas del auge delictivo–, son indispensables las acciones en el ámbito de la seguridad propiamente dicha, empezando por el saneamiento, la restructuración, la profesionalización y la dignificación de las corporaciones policiales de la ciudad, así como la consolidación de mecanismos de inteligencia que permitan desmantelar las múltiples bandas delictivas que aquí operan. Sean esas u otras, las soluciones deben empezar a aplicarse ya, porque cada día que pasa en las actuales circunstancias representa un sufrimiento social enorme y un alimento a la exasperación.