l proceso del desarrollo económico exhibe un problema complejo de la organización social. Desde la mitad del siglo pasado el tema se trató de manera específica en las universidades, los organismos internacionales como los que surgieron de los acuerdos de Bretton Woods, en el seno de la ONU y en otros establecidos posteriormente. Desde finales de los años 1980 se sitúa en el marco del pensamiento neoliberal.
El desarrollo económico considera en esencia los factores que hacen posible la generación de la riqueza en un sentido smithiano original, podría decirse.
Los elementos que promueven el desarrollo son de índole material: los recursos naturales disponibles; los que se desprenden de la acumulación de capital, tanto físico como financiero, y lo que suele llamarse el capital humano, que es un término desafortunado para referirse a la población y sus capacidades. Depende de la dotación y el uso de tecnologías de todo tipo y del proceso continuo de innovación productiva.
Siempre ha habido en las consideraciones sobre el crecimiento y el desarrollo económico una referencia velada o explícita acerca del entramado institucional en el que se conducen esos procesos. Tienen, pues, una expresión que es eminentemente política. No se puede pensar ni actuar en este ámbito sin considerar la estructura social en la que se asientan esos procesos.
La riqueza debe ser vista como la posibilidad de generar mayor bienestar colectivo. Eso no entraña necesariamente la eliminación de la desigualdad, cuestión que tiene que considerarse a partir de otros parámetros. El desarrollo no puede resolverse sólo con la distribución de lo existente, donde sí hay espacio para actuar; tiene, por necesidad, que recrear las condiciones constantes para satisfacer las necesidades sociales.
Repito que los medios para generar riqueza son de tipo humano, material, de conocimientos acumulados y de arreglos políticos e institucionales específicos, que van conformando una experiencia, un acuerdo y una práctica social que contiene reglas escritas –las leyes– y que no puede prescindir de estructuras de comportamiento que propicien el desarrollo.
Conseguir esto no significa que se deba ni se pueda pensar en modos perfectos de organización, pues la sociedad es un ente imperfecto. Este no es asunto de utopías. El esfuerzo que se requiere es enorme para que el entorno del desarrollo funcione de manera aceptable. Este es un proceso de tipo entrópico y de gran complejidad, que consume una cantidad enorme de energía que debe ser compensada para reducir la degradación a la que se somete el entramado económico y social.
Me parece que esta es la situación que define a este país. No digo que sea un caso único, por supuesto que no lo es, pero es aquí donde vivimos.
No hay proceso alguno que involucre el tiempo, como ocurre en el caso del desarrollo económico, que es por naturaleza de largo plazo, que pueda soportar las fuerzas adversas que provocan las disputas permanentes en torno a la apropiación de los recursos y del excedente que se genera. Ello exige arreglos políticos sostenibles y validados socialmente. Éstos tienden naturalmente a quebrarse y necesitan una intervención constante. Exigen consistencia y congruencia.
Esto ocurre ahora en los países en desarrollo, donde a pesar de la recuperación del crecimiento producto la situación social sigue deprimida en materia de ingresos y servicios. Las condiciones son mucho más adversas en países con escaso o nulo crecimiento del producto.
El proceso de desarrollo tampoco soporta la disfuncionalidad de las acciones del gobierno. Me refiero a las consecuencias de la falta de continuidad y de congruencia que se repite una y otra vez en la definición de las estrategias para el desarrollo, en su instrumentación, en la gestión de los recursos públicos que son, por definición de los ciudadanos que los aportan, incluyendo el pago de la deuda del gobierno y de las entidades públicas.
La inconsecuencia, la interrupción y la reanudación constante de las medidas de política afectan negativamente al proceso económico y las políticas sociales; expresan de modo fehaciente la disfuncionalidad política que prevalece en el país. Cada gobierno actúa en el plazo definido por un sexenio. El que viene las negará o adaptará, pero sin un marco de constancia, ni al nivel del Ejecutivo y tampoco del Legislativo.
Existe un aspecto de sentido común en el quehacer político, un necesario componente práctico en el ejercicio del poder en un entorno democrático, sin el que no se puede emprender y sostener un proceso mínimamente virtuoso de desarrollo.