Editorial
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La migración y el huevo de la serpiente
A

llá por 1977 el director sueco de cine Ingmar Bergman hacía decir al doctor Hans Vergerus, personaje de una de sus películas más celebradas, que el futuro es como un huevo de serpiente, a través de cuya fina membrana se puede distinguir al reptil que lleva dentro. Inmerso en la caótica Alemania de 1923, año en que está ambientada la película, el médico –director de un establecimiento donde se hacen experimentos clínicos con seres humanos– está convencido de que la inclusión, la permisividad y la tolerancia social, que él identifica con el temor y la debilidad, son parte sustancial de los problemas de los alemanes.

Vergerus y la obra de Bergman pertenecen a la ficción, pero no ocurre lo mismo con esa visión de la realidad que deja de lado los intereses políticos y económicos internos y externos que condicionan el destino de los países, para señalar como principales culpables de las situaciones de crisis e inestabilidad (con sus secuelas de recesión, carestía, desempleo y delincuencia) a los otros, a los ajenos, a los diferentes, que son por definición foráneos. Éstos son percibidos como intrusos que no sólo compiten por unos recursos que en tales situaciones no sobran y unos puestos de trabajo que tampoco abundan, sino que también amenazan los bienes y la propia integridad de las sociedades a las que arriban. Progresivamente despojadas de empatía, de solidaridad o de mera compasión, esas sociedades van incubando campañas de satanización y hostigamiento capaces de alcanzar magnitudes lamentables.

En paralelo con el crecimiento de las migraciones en gran parte del mundo, México incluido, está teniendo lugar un resurgimiento de las teorías que hacen de los migrantes agentes del desequilibrio y la anarquía, y que van seguidas por demandas ciudadanas de mano dura, tolerancia cero y medidas de contención, rechazo y expulsión contra las personas que se encuentran en esa condición. En sus inicios la desaprobación es limitada, pero poco a poco, si los flujos migratorios no decaen o las administraciones de gobierno no encuentran la manera de controlarlos (o ambas cosas) la disconformidad suele emprender una indeseable escalada.

Las recientes manifestaciones contra migrantes –no demasiado nutridas pero sí muy activas– llevadas a cabo en ambas fronteras, y especialmente el caudal de reacciones que en redes sociales exigen al gobierno mexicano impida el paso de las caravanas y grupos de personas que cruzan el territorio nacional rumbo a Estados Unidos, o que en su caso deporte a quienes trasponen la línea fronteriza sur con ese propósito, constituye una llamada de atención. Los términos con que se alude a esas personas están alcanzando niveles de intemperancia y descalificación rayanos en el odio.

Por supuesto que la migración no es un fenómeno sencillo ni fácil de solucionar. La presencia de grandes contingentes de migrantes en poblaciones que tienen su propia problemática urbana y social suele detonar roces que fomentan la animadversión en ciudadanos regularmente solidarios (o en el peor de los casos apáticas), y en ocasiones las autoridades locales no son partidarias de distraer, para atenderlos, recursos cuya asignación tienen rigurosamente programada. Ese es un punto a tomar en cuenta, y muy atendible. Pero de ahí a convertir a hombres, mujeres y niños que buscan una vida mejor en auténticos enemigos públicos, media un largo trecho que esperemos no cubrir para evitar el riesgo de romper, en el camino, el huevo de la serpiente con todo y su espantable contenido.