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Poesía y Alzheimer
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ocos dramas pueden impresionar más íntimamente a poetas y escritores que la pérdida de la memoria en alguien que sigue vivo. La verdadera pérdida de las palabras. La locura real de Hölderlin o Robert Walser, o la fingida de Ezra Pound, muestra que un cerebro mutilado es aún interesante, poético, expresivo, aunque minimalista. No sufre el olvido total, invasivo, que se da en llamar Alzheimer, manifestación moderna y en aumento de lo que se consideraba demencia, generalmente senil. Como otros padecimientos de la patología contemporánea, Alzheimer implica siempre un asunto entre padres, madres, hijos, hijas, un cuidado largo, lento, exasperante, del vástago impaciente al viejo en fuga de muerte. Da pie a desiguales ajustes de cuentas, el progenitor se encuentra en pobre condición para defenderse, o ninguna. Se impone la frustración de no tener con quién discutir, entablar monólogos para el florero, ir viendo cómo lenguaje y memoria desertan de ese cuerpo antes digno o ridículo, amado, odioso, temido, despreciado, admirado o algo, pero no está Nada casi ofensiva. La tristeza. La tolerancia. Un rito de paso. Una liquidación.

Dos admirables libros recientes de poesía enfrentan las batallas perdidas y en soledad contra el Alzheimer: Epicedio al padre, de Orlando Mondragón (Elefanta Editorial, 2017), y Debe ser un malentendido, de Coral Bracho (Era, 2018). Valiosos ambos para seguir los derroteros de nuestra lírica actual, más diferentes no podían ser. O lo que va de la confrontación juvenil a la serenidad madura que busca términos para la Nada que se abre a sus pies. Una enfermedad a la que no entra nadie, escribe Bracho, ésta enfermedad de las palabras.

Mondragón (1993), joven médico, publicó Epicedio al padre gracias al premio Alejandro Aura que obtuvo en 2017. En un lenguaje crudo, directo, todo amor y odio y desprecio y ternura, el hijo ve desvanecerse y morir al padre sin haber hecho las paces, con un dejo de venganza. Ciertamente en la tradición de Algo sobre la muerte del mayor Sabines (palabra sagrada, el Pedro Páramo de la poesía mexicana), aquí el choque viril es problemático por la homosexualidad del hijo, rechazada o negada siempre por el padre, y en el tramo final reivindicada en condiciones de amarga victoria. Describe como si fuera una violación que le pongan al padre moribundo una sonda en el pene: No dejó de mirarme durante el procedimiento, sus ojos se imantaban en mis ojos. // Ese era mi padre, esa era su forma de decirme / que no era un maricón como yo. Luego ya no lo reconocería, cuando el Alzheimer dejara una envoltura de mi padre que preguntaba quién era ese viejo que aparecía en la ventana del baño / cuando en el baño sólo había un espejo. Pronto podrá decir: Es mi títere, mi padre. Lo baño, le doy de comer, lo aseo; el hijo deviene titiritero diabólico. Contempla su muerte con atención (eso es un epicedio). Maniobra con el cadáver. Lo lleva a enterrar. Lo llora. Lo extraña. Me he tenido que morder la lengua / anestesiar el corazón / para poder hablar de ti. Quedará con el oído despierto, inútilmente.

Bracho (1952), una de las voces más reconocidas y reconocibles de la actualidad, con una obra poética sólida y muy original, encara el Alzheimer de su madre con un pasmo, una admiración, una tolerancia y un desapego inquietantes. Colección de detalles íntimos, ínfimos, bellos, casi Scardanelli. Apuntes de la confusión, del diálogo que se deteriora hasta lo imposible. Ritual que precede al silencio, su intuición pausada. Aquí no hay combate, no hay reivindicación. Aquí la hija apenas está, es la médium que da coherencia a un relato que se deshila: Cuando los goznes / que articulan el mundo / se resquebrajan; cuando los tramos / se separan, se aislan, y sus confines, / sus encuadres, se rompen, se desmoronan, ¿cómo / y en dónde somos? No hay debate sino diálogo interrumpido. Presencia / y nada que hable / que la nombre. No hay un hijo roto, sino una hija que trata de entender lo inentendible, llevar las preguntas hasta el final del silencio.

El Hijo y La Hija de estos poemarios, ubicados en antípodas poéticas y de experiencia, comparten la certidumbre, no necesariamente resignada, de que la vida (la suya) sigue y están quizás más cerca que nunca de la liberación interior.