iene algún sentido demandar una disculpa por un acontecimiento, como la conquista del Anáhauc, que sucedió hace más de cinco siglos? Al parecer, no. Al menos a primera vista. De lo contrario, si se generalizara este principio, la humanidad debería pedirse perdón por todas las inclemencias que se ha infringido a sí misma, una suerte de petición prácticamente infinita de principios. La fuerza (siempre imprevista) inscrita en el acto de disculpa terminaría en una ética multimodal del choteo, como lo constatan el tumulto de memes de las semanas anteriores.
Y, sin embargo, el cúmulo de respuestas, posicionamientos oficiales, argumentos atávicos –sobre todo del mundo conservador español– que despertó la insólita solicitud de disculpa de la Presidencia mexicana a la Corona española y la Iglesia católica, merecen ponderar una vez más la pregunta: ¿de qué hablamos cuando hablamos en la actualidad de la Conquista? Incluso el gobierno catalán ya accedió a responder la petición y condenar los abusos cometidos contra los pueblos originarios de América
. Obviamente se trata de una respuesta entrecruzada por el crítico conflicto que hoy enfrenta a la Corona con el independentismo catalán. Condenar hoy la conquista de hace 500 años es una manera de tomar distancia frente a la posición actual de la Casa Real. Pero acaso de eso se trata en la lógica –tan frecuentemente ilógica– de los usos de la historia.
Porque el pasado no es –como lo sostiene el positivismo– simplemente lo que fue, ni tampoco lo que ha sido –el cúmulo de narrativas que nos hacemos sobre él–, el pasado histórico es el ser de lo que ha sido. Es decir, la forma en que las visiones sobre el pasado afectan nuestra condición presente. Nada más inocente que pensar que el pasado es algo inamovible, un conjunto de hechos dados
. Por el contrario, cambia todo el tiempo entrecruzado por los conflictos que definen a una sociedad.
En los años 90, a raíz precisamente de los 500 años del desembarco de Colón, se desató una polémica entre Miguel León-Portilla y Edmundo O’Gorman, cuyas consecuencias no se han estudiado del todo. El primero sostenía que el concepto de la Conquista no tenía validez. La colonización española habría traído consigo un encuentro entre dos sociedades trazado por fusiones y amalgamas religiosas, culturales y sociales. O’Gorman, con toda razón, insistió en la idea de la conquista, tan inclemente como muchas otras expansiones coloniales. La devastación de las poblaciones originarias, la quema de templos y memorias, la vastísima demografía de la muerte adquirían sólo sentido en la noción de la Conquista. Pero sobre todo: la modernidad fallida que representó la colonización española y la encrucijada en la que desembocó: una guerra civil de dimensiones impensables durante el proceso de la Independencia.
Habría acaso que agregar a la tesis de O’Gorman que fue el Estado moderno el que se encargó de concluir el proceso de devastación de las comunidades indígenas y la multiplicidad lingüística y cultural que representaban. Tanto los liberales como los conservadores hicieron de la desinidigenización del país su leitmotif en el siglo XIX y una parte del XX.
Vista desde la perspectiva de la formación de la Nueva España, se trata en principio de ambas realidades a la vez. La expansión española trajo consigo la destrucción masiva de partes fundamentales de las antiguas culturas y, simultáneamente, la emergencia de una sociedad inédita. Nuevos lenguajes, nuevas culturas, incluso nuevas religiones –el catolicismo novohispano no es comparable a ningún otro– y andamiajes sociales y políticos inusitados. Y, sin embargo, la mayor parte de la historiografía moderna mexicana se ha obstinado en la búsqueda de las raíces y no del devenir de la novedad misma.
En el debate de hoy se atribuye a la educación escolar en México la persistencia de la idea catastrófica sobre la Conquista. Es una hipótesis incorrecta. Desde los años 90, el término conquista
desapareció de los libros de texto y fue sustituido por el de encuentro
. El tema es mucho más complejo. No son las heridas del pasado las que están juego en la discusión actual sobre la Conquista, sino las del presente.
Desde el siglo XIX, las élites gobernantes en México se han visto con frecuencia, aunque no siempre, como una parte en efecto de la nación… aunque no del todo. Hay un criollo imaginario que late en cada cabeza y en cada corazón, y que no se identifica del todo con esa historia. Un fantasma criollo que busca su legitimidad en el afuera de esa historia –llámese España, las migraciones modernas o, más recientemente, el proamericanismo –. Y es este criollismo el que ha alimentado su visión contraria, más allá de todos los aparatos educativos y los discursos mediáticos. La teoría del encuentro
, tan socorrida por el actual mundo conservador español, tiene su contraparte historiográfica en una mentalidad todavía poscolonial.