uenos Aires, 1971. Su nombre verdadero, Carlos Eduardo Robledo Puch. Diecisiete años. Adolescente lampiño y rubio, de aspecto andrógino, modales suaves y sexualidad ambigua. Sus camaradas en el colegio lo llaman Carlitos, un poco por desdén, un poco por cariño. Hijo único de una familia de escasos recursos, parece tener en casa todo permitido. Sus padres, presencias apagadas, un tanto sometidas a los altibajos temperamentales de ese niño prolongado, adulto muy precoz, que es Carlitos, viven en perplejidad continua por el inexplicable enriquecimiento del vástago imperioso que pronto se convierte en sostén de la familia. En realidad se trata de un ratero nato, para quien el hurto es una profesión como cualquiera otra. Su especialidad es desvalijar joyerías, casas particulares o armerías, robar autos para incendiarlos después en algún terreno baldío. Además de todo eso, y de modo muy especial, es un asesino metódico y frío, capaz de intimidar a sus propios colegas de crimen, sin tiempo ni ganas para torturar a sus víctimas mortales, pues sus disparos, certerísimos, son fulminantes. Su absoluta falta de escrúpulos, su incapacidad para sentir piedad o expresar remordimiento, lo vuelven una bestia humana, un chacal, como lo denomina la prensa sensacionalista en esa Argentina de los años negros de la dictadura militar, un régimen hecho muy a la medida de este taciturno ángel exterminador.
Basada en hechos reales, la cinta El ángel (2018), del bonaerense Luis Ortega (Caja negra, 2002), tiene como primera recomendación y atractivo la estupenda interpretación de Lorenzo Ferro en el papel protagónico. Por los documentos gráficos de la época, el parecido físico entre actor y personaje real es notable. Pero eso en sí no bastaría para garantizar la buena fortuna de una realización que desde un inicio parecía sembrada de escollos. Uno de ellos era poder evitar el tono tremendista que suele imponer una saga criminal con víctimas múltiples y aparatosos asaltos a mano armada. Otro, lograr sustraerse a la tentación de idealizar la figura de antihéroe del angelical Carlitos, un asesino serial mediáticamente canonizado como un inadaptado social o un ser marginal incomprendido. El director se mantiene alejado de estas facilidades narrativas y opta por la ambigüedad moral, renunciando de paso a todo impulso de condena. El adolescente encantador de esta cinta roba y mata por placer como un joven delincuente en una novela de Genet, y como él, también traiciona sin un asomo de aflicción o escrúpulo. Puede tener la fría máquina cerebral de un Lacombe Lucien (Louis Malle, 1974), o la fina perseverancia del español El lute (camina o revienta), de Vicente Aranda (1987), aquel delincuente contumaz, asaltante de joyerías, protagonizado por Imanol Arias. También el arrogante desafío social del criminal en serie Roberto Succo (Cédric Kahn, 2001) que estremeció a la opinión pública de tres países europeos a principios de los años 80.
En el caso de Carlitos Eduardo Robledo es inquietante ver, como lo sugiere delicadamente el cineasta argentino, cómo puede un adolescente despertar con mayor facilidad a la criminalidad que al sexo. Y ver también de qué manera ese primer apetito carnal por su vándalo condiscípulo y cómplice Ramón (Chino Darín) se conjuga perversamente con el deseo irresistible de someter y aniquilar a todas sus víctimas. El director rehúye, con cautela inteligente, toda expresión muy gráfica del deseo homosexual de Carlitos, dejando incluso en el aire la posibilidad de una gratificación final. El adolescente juega con el sexo y sus posibilidades con la misma displicencia cínica que con el cañón de un revólver. Cuando una mujer madura (Mercedes Morán, madre de Ramón), le insinúa tener sexo con ella, Carlitos le responde sin reparos: Me gusta más tu marido
, un José cincuentón (Daniel Fanego), delincuente jubilado a pesar suyo, ex presidiario temeroso de regresar a la cana
, que contempla fascinado y frustrado cómo un adolescente imberbe se vuelve maestro suyo en la faena criminal. El muy apuesto Ramón, por su parte, vive con idéntica dificultad su propia sexualidad y su errática vocación bandolera. Es un joven homófobo incapaz de resistirse al misterio físico de Carlitos, y prefiere desahogar sus apetitos con hombres maduros adinerados y sin riesgos mayores. Sobre todos estos personajes timoratos y vulgares, el virtuoso criminal adolescente reina en solitario. Sus placeres más elementales (la milanesa con puré de mamá y la música de rock a todo volumen) le confieren un aura fugaz de humanidad y de ternura. El resto es una mecánica de exterminio que rivaliza, sin saberlo, con la maquinaria mayor de crímenes castrenses en una Argentina que hoy recuerda aquellos años de odio y sus saldos desastrosos. Carlos Eduardo Robledo, condenado a cadena perpetua, vive todavía en la cárcel.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas comerciales.
Twitter: Carlos.Bonfil1