ada año en Ciudad de México, al despuntar febrero, empiezan los días cálidos y casi de inmediato algunos fresnos y jacarandas comienzan a reverdecer los unos y a abrir sus voluptuosas flores violáceas las otras.
El ánimo empieza a cambiar; es imposible no sonreír frente a un imponente fresno de 20 metros de altura con follaje frondoso compuesto por pequeñas hojas de verde claro luminoso que al paso de los meses crecen y se tornan verde oscuro.
El imponente árbol es nativo de nuestro país, según nos enteramos en el libro Árboles y áreas verdes urbanas, de la Ciudad de México y su zona metropolitana, de la bióloga Lorena Martínez González, al que hemos acudido en otras ocasiones.
La corteza que cubre el macizo tronco en tonos café tiene grietas profundas; la madera es de muy buena calidad y se emplea para elaborar muebles finos, pisos, instrumentos musicales, mangos para herramientas y hormas para zapatos.
Al empezar marzo otra majestad vegetal, el liquidámbar, da vida a un exuberante follaje formado por hojas aserradas de forma triangular que nacen de color verde tierno y cambian a un lustroso verde profundo. Es natural de norteamérica, en donde se extiende desde Estados Unidos hasta América Central.
En su medio natural alcanza hasta 40 metros de altura, en la ciudad llega a 15 o 20; puede vivir hasta 150 años y tiene flores masculinas y femeninas, ambas diferentes y primorosas en su forma.
De la gruesa corteza color café grisáceo fluye un líquido resinoso de aroma agradable. Era muy apreciado por los aztecas que lo empleaban como tributo. El cronista Bernal Díaz del Castillo, al describir las comidas del emperador Moctezuma, cuenta que terminaban con un tazón de espumoso cacao y sabrosas fumadas de tres canutos muy pintados y dorados y dentro tenían liquidámbar revuelto con unas yerbas que se dice tabaco
.
Entre los aztecas el árbol fue considerado un ser animado de carácter sagrado que representaba la vida, el tiempo y la eternidad con sus ritmos estacionarios y su regeneración. Las crónicas españolas mencionan con admiración la rica vegetación que cubría México-Tenochtitlán y sus alrededores. Algunos de los árboles más venerados eran el ahuehuetl, en náhuatl viejo del agua
; el oyamel, que había sido mandado como un don especial de los dioses
para proteger las montañas y los manantiales y, desde luego, el ahuejote, esbelto árbol que echa raíces en el fondo del agua, lo que permitió edificar las chinampas, ese prodigio ecológico que aún podemos admirar en Xochimilco y que fue la base del desarrollo urbano de la metrópoli azteca.
Tras la conquista, los bosques que rodeaban la cuenca fueron arrasados para edificar la nueva ciudad española y durante siglos se desecaron los lagos. Esto provocó una ciudad polvorienta y seca, lo que se intentó contrarrestar sembrando árboles en algunas partes como la Alameda, el Paseo de Bucareli y el de la Reforma.
Las nuevas colonias porfiristas embellecieron las banquetas con distintas variedades y, el llamado Apóstol del Árbol, don Miguel Ángel de Quevedo, creó de su pecunia los viveros de Coyoacán, que hasta la fecha constituyen un importante pulmón en el sur de la ciudad. Los fraccionamientos del segundo tercio del siglo XX incluyeron parques con vegetación como los de la Condesa y el de los Espejos, en Polanco.
En esta última colonia, que se desarrolló en los años 40 del siglo pasado sobre los fértiles terrenos de la hacienda de los Morales, en sus parques y amplias banquetas se yerguen majestuosos estos monarcas de la naturaleza. Hay enormes fresnos cuyo grueso tronco, gran altura y espeso follaje nos remontan a la época en que la próspera hacienda estaba en su apogeo.
Después de caminar por las calles de Polanco puede sentarse en la terraza de Joselo o en su balcón del piso alto y saborear un muy buen café, a la par que se deleita con la vista del parque de los Espejos y su inigualable fronda. Se ubica en la esquina de Emilio Castelar y Julio Verne.