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Qué es un lector de poesía
S

i para Eliseo Diego el lunes era el día más importante de la semana, inaugural, atlético y eterno, para la poeta portuguesa Filipa Leal (Porto, 1979) parece ser el jueves, con la semana ya avanzada, cuando resta poco por hacer y la eternidad quedó para la próxima. En un pequeño panfleto que aquí se traduce y cita con largueza, nos dice de sopetón: Los poetas no sirven para nada (Pelos leitores de poesía, Abysmo, Lisboa, 2015). Con la ironía cómplice de ser lectora y autora, ofrece un retrato genérico: a los poetas les gusta dormir hasta tarde, no tienen horarios para escribir, aman y fuman demasiado, mueren antes que los novelistas, y se respetan mucho a sí mismos.

Aunque parece defenderlos, lo que Leal sugiere es que no son muy de fiar, al menos para cosas serias como la administración, la política o la guerra. Apenas para la literatura. Los poetas no tienen habilidad alguna, sólo saben leer y escribir, odian trabajar en escritorios, visten mal y creen todo lo que les dicen. Con su inclinación a la metáfora, resulta un alivio que no sean controladores aéreos, pues causarían embotellamientos de golondrinas. Que permanezcan sin empleo es preferible para la seguridad pública.

Pero el interlocutor de Leal, su verdadero defendido, es el lector de poesía, especie siempre en problemas, que necesita justificarse por algo que no tiene explicación. Para empezar, puede ocurrir que les guste la poesía, no los poetas. (Se sabe que lo mismo pasa a los poetas, con una sola excepción: ellos mismos.) Los lectores de poesía no conocen el sosiego, tienen que andar leyendo novelas para no parecer ignorantes.

Por lo demás, Filipa Leal, con un no sé qué de Cristina Peri Rossi, es una poeta dotada de la doble gracia de la inspiración artística o como se llame, y la de ser graciosa. Su poesía cotidiana, directa, sentimental, irónica, arranca sonrisas cuando riega las plantas de plástico o prefiere ver bailar a bailar. Tiene la infrecuente virtud de tomarse poco en serio, según demuestra en Vem à quinta-feira (Assirio & Alvim, Porto, 2016).

Su panfleto emprende una apasionada defensa de su ente lector. No es menos lector que el de novela puntualiza. Ni menos culto. Leer poesía no es defecto (o debilidad), ni implica leer menos. La literatura no es una competencia de palabras, no se confecciona con cinta métrica. Leal pide que nadie obligue al lector de versos a leer lo que no le apetece, tiene derecho a no leer completa una novela, del mismo modo que los lectores de novelas leen a saltos los libros de poemas, uno por aquí, otro por allá. Aún más, los lectores de poesía tienen derecho a no conocer las novedades ni las modas. De por sí los personajes de las novelas hablan demasiado. Filipa considera que la vida de los lectores de poesía es un infierno, en un mundo dominado por novelistas obligatorios, donde nadie se siente obligado a leer esa poesía que los interlocutores de la autora disfrutan con dedicación y libertad, aunque los llamen flojos.

Por ahí se acusa a los poetas de no terminar las páginas y dejar demasiados blancos, aunque sus lectores aprueban tal desperdicio de papel. No obstante, los poemarios pesan menos que las novelas, que se acumulan y venden por kilo. Los poetas dan peso a cada palabra, mientras los novelistas trabajan a destajo. Y las tiradas de poemarios son raquíticas en comparación. En estos tiempos de indigencia, nos pronunciamos en favor de los lectores de poesía, nos manifestamos por el derecho a no gustar de las novelas. Invocando a la libertad del lector de versos, la poeta de Porto concluye con un grito arriesgado: ¡Muera la prosa, muera!

Filipa Leal deja pensando en que, sin renegar de una vida devorando novelas, idealizándolas o estudiándolas, un novelista actúa con menos torpeza que un poeta, y es más brutal. No vacila, se va tendido, con determinación de cirujano, no teme a las palabras. Juega a ganar, nunca da paso sin huarache. Su defecto, alguno tendrá, reside en creerse más listo que los políticos y los poderosos, quienes con alarmante frecuencia le sirven de materia prima. Y sí, generalmente es más listo, por eso lo leemos, pero en cuanto se cree más listo deja de serlo y se vuelve igual y hasta amigo de los que detestaba.