omo viene ocurriendo dos veces por año desde hace 23, a inicios de abril gran parte de la sociedad mexicana volverá a enfrascarse en un duro debate que nada tiene que ver con la política, pero que confrontará a dos sectores cuyas posturas antagónicas son irreductibles: el de quienes están a favor del cambio de horario y el de los que opinan que se trata de una medida inoperante, molesta y, encima, perniciosa para la salud.
Atribuida a Benjamin Franklin –inventor, entre otras cosas, del pararrayos y los lentes bifocales– la idea de adelantar/retrasar cada seis meses una hora el reloj con el propósito de aprovechar mejor la luz diurna y de esa forma economizar energía, comenzó a ser aplicada en México en el verano de 1996 a instancias del entonces presidente, Ernesto Zedillo, ferviente partidario del horario variable. Ese fue, entre nosotros, el principio de una discusión sobre la eficacia o inutilidad del cambio, que se renueva semestralmente cada vez que el llamado horario de verano sustituye al de invierno (como sucederá dentro de unos días) o viceversa. La controversia no se extiende al país entero: Quintana Roo y Sonora mantienen sus respectivos horarios solares, aunque por diferentes razones. Los sonorenses porque privilegian la estrecha relación comercial que tienen con Arizona, un estado transfronterizo que no cambia su horario (otros del país vecino sí lo hacen), y los quintanarroenses porque adoptaron el mismo huso horario que La Habana y Nueva York, con el fin de beneficiar al turismo.
¿Pero sirve para algo modificar el reloj? Depende dónde: en los países que se encuentran muy al norte la variación de los días es muy pronunciada (reciben mucha más luz solar en verano que en invierno), por lo que 60 minutos de claridad sí pueden representar un sensible ahorro energético.
En el caso de México, si bien hay alguna diferencia entre los estados del norte y los del sur, la variación es perceptible pero no muy acentuada.
Quienes ponderan las virtudes del cambio argumentan que el horario de verano, por ejemplo, favorece la actividad comercial, permitiendo que las personas que salen de su trabajo aprovechen mejor la luz diurna; que la industria y el sector terciario o de servicios utiliza menos energía para la iluminación; que hay más tiempo de día para el turismo, y hasta que la ampliación
del día reduce la tasa de delitos. Por el contrario, los partidarios del horario solar (la hora de Dios
le llaman en algunas comunidades indígenas, contraponiéndola a la que denominan la hora de Zedillo
) aducen que el cambio afecta la salud (provoca somnolencia, neuralgias y desequilibrios alimenticios), retrasa las tareas agrícolas (que empiezan más tarde respecto a la hora de los relojes) y en definitiva no sirve para ahorrar gran cosa, porque lo que se economiza por un lado se pierde por el otro.
Cabe la posibilidad, sin embargo, de que esta pueda ser la última ocasión en que la pugna por el cambio de horario vuelva a ocupar el tiempo de los ciudadanos: hay en el ámbito del Congreso de Ciudad de México un punto de acuerdo para que el decreto que dio origen a la polémica medida sea derogado de manera definitiva.