uando David Bowie le ofreció oxígeno en su decadente show del Marquee en 1973, Marianne Faithfull, desnuda bajo un hábito de monja, no estaba viva ni muerta. Nueve años atrás había saltado a la fama por tres mediáticas razones: grabó con éxito As Tears Go By, balada de los chicos malos de entonces, los Rolling Stones; se hizo La Novia de Mick Jagger, y a sus 18 años era la niña más bonita del rock, la musa que todos querían. Hija de un filólogo y catedrático notable y una baronesa y bailarina austrohúngara de la estirpe Sacher Masoch, creció como princesa en Londres alimentada de poesía, Chopin, María Callas y Joan Baez. Tenía una voz dramática, inusual, muy triste. La melancolía marcaría su imagen y su repertorio los turbulentos años que siguieron, como damnificada del huracán Jagger que apenas comenzaba su endemoniada carrera al siglo y atropellaba todo. La muñeca y el patán dieron mucho de qué hablar. Ella siguió cantando pero la suma de alcohol, morfina y rocanrol pesaron más que su belleza (hasta filmó con Alain Delon, el guapo mayor), y tras el hurto de su canción Sister Morphine por parte de los temibles Glimmer Twins (Jagger y Richards) en 1969, sólo le quedaron la desgracia y el desplome. Siguió produciendo sencillos. Grabaría Rich Kid Blues, Visions of Johanna y otras rolas tristes en clave country como si hablaran de ella, pero nada parecía salvarla. Bowie no logró resucitarla y casi se esfumó durante cinco años.
En 1979 nace una nueva Marianne, con uno de los álbumes más cabrones y punzantes de la historia del rock, (‘‘mi obra maestra”, admite en su autobiografía), una auténtica revelación de crudeza y sinceridad asumidas con genio: Broken English, en asociación con su nuevo y definitivo descubridor Barry Reynolds. Tan implacable como Marguerite Duras al autorretratarse en El amante, la muñeca adolescente llega con el rostro devastado, la voz rota, sus versos en el abismo. Allí comienza su redención por el arte. El idioma vulgar (o ‘‘letras explícitas”), la desintoxicación de una vida errática, la vena confesional y la tragedia lírica dominan la colección, que corona con una versión brutal de Working Class Hero que ni Lennon (ese rey de la crudeza). Si en los sesentas su porcelana se había quebrado, y en los setentas hubo que andarla metiendo y sacando de las clínicas y pegándole los pedazos, hacia los ochentas renace para siempre como una de las intérpretes más expresivas y originales de la escena lírica, roquera y de concierto.
La voz delicada había desaparecido. Ahora su gañote estaba entre Billie Holiday, Edith Piaf y Chavela Vargas, ardiente y decadente. Pero Marianne venía de vuelta y más bien daba miedo, del bueno, verla resurgir. Ante su nueva identidad hacen cola para colaborar con ella Tom Waits, Nick Cave, P. J. Harvey, Beck El Joven, Damon Albarn (Blur), Roger Waters, Daniel Lanois, Billy Corgan (Smashing Pumpkins), Bill Frissel, Doctor John, Marc Ribot y hasta ‘‘los otros” Stones. Ella deviene intérprete mayor de Brecht-Weill, Bob Dylan, Leonard Cohen y Morrisey.
Durante años ha enseñado poética y poesía inglesa (que lee maravillosamente) en universidades estadunidenses y británicas. Hoy habita el mundo como diva entrañable. Recuerda lo que Juan Villoro dijo alguna vez de los Stones, quienes pasaron del mero hacerse viejos a convertirse en unos rucos fascinantes. Lo mismo o más aplica para la dulce Marianne que, sí, 55 años después aún canta As Tears Go By porque es más suya que de los pavorosos Gemelos.
Tiene su modo de ser escénica. Así en El jinete negro (musical deWilliam Bourroughs, Tom Waits yRobert Wilson), donde es la diabólica Pegleg (pude verla en San Francisco). En cine, trabajó con Derek Jarman, pero baste citar Irina Palm (Sam Garbarsky, 2007), donde para pagar el tratamiento de su nieto moribundo,su personaje se vuelve estrella de la masturbación anónima en un antro masculino gracias a su mano mágica (‘‘the best right hand in London”). Y lo último: vuelve sobre sus pasos en el cadencioso disco Negative Capability (2018) con Warren Ellis,el arma secreta de Nick Cave and The Bad Seeds.
Véase esta inquietante presentación de 1980 (perdonable playback) para la televisión francesa con La ballada de Lucy Jordan. Ay, Marianne, cómo no te vamos a querer.