yer el presidente estadunidense, Donald Trump, firmó la declaración de un estado de emergencia con la finalidad de echar mano a recursos asignados a otras dependencias de la administración federal y emplearlos en la construcción del muro en un tramo de la frontera que su país comparte con México. Con este acto, el magnate dobló la apuesta en el pulso que mantiene con el liderazgo demócrata en la Cámara de Representantes, y consumó una de las amenazas recurrentes con que fustigó a la oposición durante los meses pasados.
Como el mismo mandatario admitió al anunciar su intención de disponer de 6 mil 700 millones de dólares de los departamentos de Defensa y del Tesoro, con toda seguridad su declaratoria de emergencia será recurrida en tribunales, especie confirmada tanto por la presidenta de la Cámara baja, Nancy Pelosi, como por la fiscal general de Nueva York, Letitia James. Pese a la confianza de Trump en obtener el visto bueno de la Corte Suprema, las amplias objeciones a la legalidad de su plan permiten prever una larga batalla en las cortes.
La nueva aventura del magnate está lejos de constituir un caso aislado; por el contrario, forma parte de una tendencia de los regímenes neoliberales en la cual el estado de excepción se implanta y naturaliza como respuesta a cualquier desafío que los gobernantes no pueden o no desean encarar mediante canales democráticos. Ejemplo de ello es la suspensión del estatuto de autonomía de Cataluña y la toma de las instituciones catalanas asestada por la administración de Mariano Rajoy en octubre de 2017, violento atajo
mediante el cual el entonces jefe de gobierno eludió el obligado proceso de diálogo con el independentismo catalán. Asimismo, cabe mencionar la imposición de un estado de excepción permanente emprendido por el presidente francés, Emmanuel Macron, mediante una ley "para reforzar la seguridad interior y la lucha contra el terrorismo" que convirtió en materia de derecho común las medidas extraordinarias adoptadas por su antecesor tras los atentados que sacudieron París en noviembre de 2015.
Tampoco puede considerarse novedoso que Trump recurra a los migrantes indocumentados que llegan o intentan arribar a territorio estadunidense para atizar la histeria xenófoba de su base electoral, conformada por los sectores ultrarreaccionarios de la sociedad de su país, pues tal discurso ha constituido su principal bandera, tanto de campaña como de gobierno. En particular, la xenofobia trumpiana cobró la forma de una permanente estigmatización de México y los mexicanos, cuya continuidad resulta, a más de repulsiva en sí misma, hipócrita en momentos en que el magnate elogia con una mano sus relaciones con nuestro país, mientras con la otra promueve medidas de odio y segregación.
Cabe esperar que la institucionalidad estadunidense ponga freno a este nuevo despropósito que sólo tendría un efecto marginal en los flujos migratorios y en la importación de drogas –las cuales son introducidas a Estados Unidos en su abrumadora mayoría en operaciones de contrabando a través de aduanas–, pero que constituye un acto de hostilidad contra el Estado y los ciudadanos mexicanos, así como un un auténtico ataque contra el equilibrio ecológico de la región y un inexcusable derroche de recursos que debieran emplearse en bien de sus ciudadanos.