Opinión
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Green Book
Y

o sí soy tu negro. Green Book: una amistad sin fronteras (Green Book, 2018), de Peter Farrelly, notorio en una época, junto con su hermano Bobby, por comedias tan exitosas como desiguales (Loco por Mary, 1998; Dos tontos muy tontos, 1994), se aventura en el terreno hoy muy pantanoso de la corrección política con una comedia sobre una amistad viril en el clima de segregación racial del sur estadunidense. La acción transcurre en 1962, apenas cinco años después del episodio de odio racista en el que la joven estudiante afroestadunidense Dorothy Counts padece el escarnio verbal y recibe los escupitajos de sus condiscípulos blancos por atreverse a asistir a una escuela para blancos en Charlotte, Carolina del Norte. Donald Shirley (Marhershala Ali), el protagonista negro de Green Book (cinta basada en hechos reales) no es en absoluto un personaje ordinario. Se trata de un artista acaudalado, pianista educado en Leningrado que goza de cierta celebridad en el medio musical neoyorquino. Cuando sus agentes le organizan una gira artística por Estados Unidos (que incluye de modo temerario una parte de los estados sureños donde prevalece la segregación racial), le contratan como chofer y protector al muy eficaz cadenero de centros nocturnos Frank Anthony Vallelonga (Viggo Mortensen), un italoestadunidense racista y hablador (su apodo es Tony Lip) con quien el refinado pianista negro habrá de desarrollar la intensa y atribulada amistad de la típica pareja dispareja de la comedia hollywoodense.

El título Green Book es alusión al pequeño libro verde que fue la guía de hoteles y restaurantes reservados para personas afroestadunidenses que viajaban a diversos estados del sur en los años de la segregación, cuyo objetivo práctico era limitar los episodios de discriminación abierta y prevenir las confrontaciones interraciales. La gira artística de Don Shirley, acompañado de su temperamental chofer Frank (una curiosa variante de El chofer y la señora Daisy, Bruce Beresford, 1989) se transforma en la larga sesión de mutua educación sentimental que incluye las enseñanzas de moderación, elegancia y buenos modales a cargo del pianista negro y, a manera de correspondencia, las lecciones de humildad y hedonismo vital que el rudo chofer le asesta a su patrón presuntuoso. Todo ello en una road movie que hace escala en todas las variantes del prejuicio racial y en ese destino final que es la superación del mismo por medio de los sentimientos nobles. Sorprende que en una propuesta de corrección política tan convencional haya espacio para elaborar una comedia eficaz y muy entretenida o se alcancen momentos de intensidad dramática que vuelvan muy tangible la carga de racismo que ha llegado a cobrar una renovada virulencia.

Si se toman como referencias cintas tan notables como Luz de luna (Moonlight, Barry Jenkins, 2017) o el espléndido documental No soy tu negro (I’m not your Black, Raoul Peck, 2016), el conjunto de convenciones dramáticas de Green Book salta a la vista. Los momentos de mayor fuerza, como aquel en que el artista gay afroestadunidense reflexiona atribulado sobre su condición de paria absoluto (No soy lo suficientemente negro o blanco o incluso hombre. ¿Qué cosa soy?), contrastan con el anhelo apenas disimulado de Don Shirley por integrarse sin mayor ruido al privilegiado mundo de la supremacía blanca. El director Peter Farelly (guionista del filme junto con Nick Vallelonga, hijo de Frank) maneja el asunto de las tensiones raciales con tanta cautela como el tema de la orientación homosexual de su protagonista negro. En ese territorio aséptico de la comedia hollywoodense actual, Frank sólo puede ser el recio y rústico protector de un afroestadunidense vulnerable, delicado y a la postre agradecido, lo cual es garantía de un humorismo eficaz, aunque muy poco corrosivo. A la cinta la sostienen y ennoblecen las formidables actuaciones de Viggo Mortensen y sobre todo de Mahershala Ali, quien rescata todo el drama de ese paria racial desubicado, descendiente directo del emblemático tío Tom del esclavismo sureño, que debe lidiar con la hipocresía moral de una elite supremacista blanca que celebra el genio musical del artista negro (de Nat King Cole a Aretha Franklin) al tiempo que le niega la hospitalidad más elemental. Encaminada a un desenlace que aboga por la reconciliación final y la concordia, Green Book: una amistad sin fronteras tiene el efecto colateral de disolver convenientemente cualquier conflicto racial capaz de enturbiar el gusto predominante de Hollywood por la corrección política. Son pocas las cintas contendientes al Óscar este año que habrán podido evitar una tentación semejante.