a guerra contra Venezuela ha subido un peldaño en la planificación de los golpes de Estado. Hasta hoy, en América Latina, asistimos a una variedad de quiebres constitucionales bajo el manto protector de los Estados Unidos. Acciones encubiertas, ejércitos mercenarios, invasiones, asesinato político o magnicidio. Cualquier estrategia ha validado sus delirios de dominación planetaria. En este plano, Estados Unidos no puede emprender con garantías una guerra global, sin el control de materias primas. América Latina es su arsenal particular. Níquel, litio, cobre, petróleo, gas. La existencia de una plutocracia y elite política sumisa le cubre las espaldas. Se convierten en los ejecutores materiales del golpe de Estado.
Si el triunfo inesperado de las izquierdas pone en entredicho su control, el dispositivo entra en liza. Sociedades dependientes tecnológica, militar e industrialmente con 70 por ciento de las importaciones provenientes de Estados Unidos, son un blanco fácil. Estrangular la economía, provocar desabastecimiento, mercado negro e inflación es tarea simple. Basta con pedir el pago por adelantado de las importaciones para vaciar las arcas públicas y provocar una crisis inflacionaria. Asimismo, patrocinar el abandono de multinacionales del territorio y cerrar sus filiales acaba desangrando la economía. La falta de repuestos, productos de primera necesidad, pasta de dientes, jabón, papel higiénico, medicamentos antes en abundancia, desaparecen del mercado. Un discurso señalando como responsables al gobierno y una guerra sicológica multiplican por mil la escasez. Levantar una economía alternativa cuesta mucho, y a corto plazo los visos de éxito son escasos. Proceso desestabilizador, estrangulamiento de la economía, ruptura de las fuerzas gubernamentales concluyen llamando a las fuerzas armadas al golpe restaurador.
La tarea de provocar la caída de los gobiernos populares en América Latina se asignaba a la alianza interna cívico-militar. Hoy el factor exterior se estrena como determinante y articulador del golpe de Estado. Países extranjeros y un personaje irrelevante es proclamado presidente interino. Sin control del territorio, sociedad a la cual gobernar, instituciones a la cual administrar, ni las fuerzas armadas, en definitiva sin poder, es elevado a la presidencia. Hoy, en Venezuela, no se trata de derrocar un gobierno legítimo. El objetivo final, no es restaurar la democracia, es desintegrar el país para que Estados Unidos pueda seguir su afiebrada marcha por el control del mundo, cuyas miras están en el gigante asiático que le amenaza: China.
Estados Unidos, Brasil, Canadá, países de la Unión Europea, la OEA y el grupo de Lima, actúan de lanzadera para legitimar un golpe de Estado desde el exterior. La mentira, la manipulación informativa, los factores emocionales y sicológicos cobran un papel fundamental. Se trata de romper los apoyos al gobierno hasta hacerlo caer. Es la articulación de un orden paralelo. Hacer creer que nos hemos instalado en un poder dual. Pero ni la OEA ni la Unión Europea han logrado la unidad para ratificar al golpista. Sólo 16 de sus 34 miembros apoyan el discurso de Almagro. México y Uruguay, entre otros, han preferido mantener la dignidad, negándose a reconocer el gobierno de facto. Donald Trump y Jair Bolsonaro, presidentes considerados un peligro para la democracia representativa, la paz mundial y regional se rescatan por un sector de la comunidad internacional
, para legitimar el golpe en Venezuela. En España, los medios de comunicación, partidos políticos, gobierno y oposición se hacen eco para justificar el apoyo a los alzados. No es un golpe de Estado
argumentan. Así le dan el estatus de interlocutor válido. ¿Cuáles serán las consecuencias? No se engañen, serán como en Paraguay, Honduras o Brasil: el asesinato político, la pérdida de espacios democráticos y el exilio. El discurso de odio, venganza y represión política son las cartas del autoproclamado presidente. Ya lo han demostrado con las guarimbas. Decenas de asesinatos políticos, entre cuyos responsables se encuentra Leopoldo López. Venezuela sufre la cólera de un conglomerado golpista mundial donde están la socialdemocracia, liberales, conservadores y el complejo industrial-financiero-militar. El diálogo no entra en sus planes, ni la paz, ni las elecciones, sólo el derrame de sangre. En Venezuela, el punto de inflexión fue el rechazo a firmar los acuerdos para configurar un calendario de diálogo y elecciones entre gobierno y la oposición (MUD) celebrado en República Dominicana. Prestos a firmar, el gobierno republicano de Donald Trump desautorizó a los negociadores. Así, renunciaron a la soberanía. Llenos de odio, desprecio a las clases trabajadoras, acabaron articulados a una estrategia de muerte bajo el mando de Estados Unidos y banderas extranjeras. En España, el presidente de gobierno, Pedro Sánchez, acompasado por los medios de comunicación, junto a los dirigentes Casado, Rivera, Iñigo Errejón, Pablo Iglesias, Manuela Carmena o el ex vicepresidente del PSOE Alfonso Guerra, tal loritos repetidores califican al presidente Nicolás Maduro de dictador. No asumirán responsabilidades secundando un golpe de Estado, una invasión o una potencial guerra civil. Ellos se lavarán las manos. La sangre será del pueblo venezolano.