Domingo 10 de febrero de 2019, p. a12
Una profunda mirada a las perplejidades de un joven ante las paradojas de la vida articula la trama de la novela El submayordomo Minor, de Patrick de Witt, publicada por Editorial Anagrama, con cuya autorización ofrecemos a los lectores de La Jornada un adelanto de este libro
La madre de Lucien Minor no lloró, no estuvo siquiera a punto de llorar cuando se despidieron. Durante todo ese día, él había sentido un nudo en la garganta y se había movido con suma cautela, como si cualquier gesto brusco pudiese provocar un estallido de sus emociones. Habían desayunado y comido juntos, pero ninguno de los dos había dicho una palabra, y ahora que llegaba el momento de partir, a Lucy le era imposible incorporarse de la cama, sobre la que yacía completamente vestido, con el abrigo, las botas y el gorro de piel de cordero calado hasta las cejas. Tenía diecisiete años y esa había sido su habitación desde el día en que nació; todo lo que podía ver y tocar estaba impregnado de intensos recuerdos infantiles. Cuando oyó a su madre haciéndose ininteligibles preguntas a sí misma en voz alta desde la cocina de la planta baja, estuvo a punto de dejarse dominar por la aflicción. A su lado, en el suelo, tenía la maleta preparada.
Se incorporó, se levantó y golpeó en el suelo con el pie tres veces: ¡Pum, pum, pum! Agarró la maleta por el asa de cuero, bajó, salió por la puerta y llamó a su madre desde el pie de la escalera de acceso a su modesta casa. Ella apareció en la entrada, entrecerrando los ojos ante la luz del exterior y sacudiéndose la harina de los nudillos y las palmas de las manos.
–¿Ya es la hora? –le preguntó. Cuando él asintió, añadió–: Bueno, entonces ven aquí.
Lucy subió cinco peldaños que crujían para llegar hasta ella. Su madre le besó en la mejilla antes de desviar la mirada hacia los prados para observar las nubes de tormenta que se deslizaban detrás de la cordillera montañosa que se alzaba cerca del pueblo. Cuando volvió a mirar a su hijo, lo hizo con una expresión aséptica.
–Buena suerte, Lucy. Espero que te vaya bien con ese barón. ¿Me contarás cómo te va?
–Lo haré.
–Muy bien. Adiós.
La madre volvió a entrar en casa, con la mirada clavada en el suelo mientras cerraba la puerta, una puerta azul. Lucy recordaba el día en que su padre la pintó, diez años atrás. Él estaba sentado a la sombra de un escuálido ciruelo observando el inescrutable funcionamiento de un hormiguero, cuando su padre lo llamó, señalándolo con un pincel cuyas cerdas estaban curvadas en forma de cuerno. ‘‘Una puerta azul para un chico triste’’. Al pensar en eso y escuchar a su madre entonando una cancioncilla desde el interior de la casa, Lucy sintió que lo invadía la melancolía. Analizó lo absurdo de ese sentimiento, ya que nunca se había sentido particularmente unido a sus padres, o más bien ellos nunca se habían preocupado por él del modo en que a él le hubiera gustado que lo hiciesen, de manera que nunca había tenido la oportunidad de establecer una relación sólida con sus progenitores. Llegó a la conclusión de que se sentía apenado por el hecho de que no hubiera gran cosa por la que sentir pena.
Decidió seguir un rato por ahí, su pasatiempo favorito. Sentado sobre la maleta colocada en vertical, con las piernas cruzadas con elegancia, sacó su nueva pipa del bolsillo del abrigo, manejándola con cuidado, casi como quien sostiene a una chica. Se había comprado la pipa el día anterior y, como nunca antes había utilizado una, puso especial atención mientras la llenaba con un tabaco que desprendía un aroma entre el chocolate y las castañas. Encendió una cerilla y dio unas cuantas caladas. Su cabeza quedó envuelta por un fragante humo, se sintió como un actor en plena representación y pensó que ojalá alguien lo estuviese mirando y pudiera hacer algún comentario sobre la escena. Lucy era larguirucho y pálido, con un aspecto casi enfermizo, y sin embargo también había en él cierta belleza: boca carnosa, largas pestañas, ojos grandes y azules. Para sus adentros, se consideraba atractivo de un modo peculiar pero indiscutible.
Adoptó el porte de quien está sumido en una insondable reflexión, pese a que por su cabeza no pasaba nada en absoluto. Sosteniendo la cazoleta de la pipa con la palma de la mano, hizo girar la boquilla hacia fuera para que le quedase entre los dedos corazón y anular. Y señaló con ella aquí y allá porque eso era lo que hacían los fumadores de pipa en la taberna cuando daban alguna dirección o recordaban el lugar concreto de algún incidente. Buena parte del atractivo que la pipa tenía para Lucy era el modo en que se convertía en una extensión del cuerpo del usuario, un apéndice funcional de su persona. Lucy esperaba poder señalar con su pipa en alguna reunión, lo único que necesitaba era una audiencia para la que señalar y algo a lo que señalar. Dio otra calada, pero como era un fumador bisoño se mareó y sintió un hormigueo; golpeó la pipa contra la parte inferior de la palma de su mano, la bola de hebras de tabaco del interior de la cazoleta cayó al suelo como un ratón de campo chamuscado y él contempló las difusas espirales de humo que emergían de entre el tabaco aplastado.
Mientras contemplaba su casa, Lucy recapituló acerca de su vida en ella. Había sido en gran medida solitaria, aunque no particularmente infeliz. Seis meses atrás había caído enfermo de neumonía y casi murió en su dormitorio. Recordó el rostro amable del cura del pueblo, el padre Raymond, dándole la extremaunción. El padre de Lucy, un hombre sin Dios, llegó de trabajar en el campo y se encontró al cura en su casa; agarró al buen hombre por el brazo y lo sacó de la habitación sin aspavientos, como quien saca a un gato. El padre Raymond se quedó perplejo al verse tratado de este modo; se encontró con la mano del padre de Lucy agarrándole el bíceps y apenas daba crédito.
–Pero su hijo se está muriendo –protestó el padre Raymond (Lucy lo oyó con claridad).
–¿Y qué tiene eso que ver con usted? Creo que podrá encontrar la salida usted solo. Pórtese bien y cierre la puerta después de salir. –Lucy oyó los titubeantes pasos del cura arrastrando los pies. Después de echar el pestillo, su padre preguntó–: ¿Quién lo ha dejado entrar?
–No me ha parecido que hiciese ningún mal –respondió su madre.
–Pero ¿quién lo ha llamado?
–No lo sé, querido. Se ha presentado en la puerta.
–Ha olfateado la carroña, como un buitre –dijo el padre de Lucy, y soltó una carcajada.
Por la noche, solo en la habitación, Lucy sintió la presencia de la muerte. De un modo muy similar a como uno se estremece entre el sueño y la vigilia, notaba que su espíritu se deslizaba entre los dos mundos, y aquello le resultaba aterrador pero al mismo tiempo delicioso como un cosquilleo. El reloj de la torre dio las dos cuando un hombre al que Lucy no había visto en su vida entró en su habitación. Vestía una suerte de saco informe que parecía de arpillera, llevaba la barba recortada y limpia, de una tonalidad que iba del castaño al negro; su largo cabello estaba peinado con una raya en la sien, como si se lo hubiera arreglado con ayuda de un peine y un poco de agua; iba descalzo y las manchas de barro reseco le subían hasta la tibia. Sorteó la cama de Lucy para sentarse en el balancín que había en una esquina de la habitación. Lucy lo siguió con sus ojos legañosos y entrecerrados. El desconocido no le daba miedo, pero tampoco se sentía cómodo en su presencia.
Al cabo de un rato, el hombre le dijo:
–Hola, Lucien.
–Hola, señor –murmuró él.
–¿Cómo estás?
–Muriéndome.
El hombre alzó un dedo.
–Eso no te corresponde a ti decirlo.
Y guardó silencio mientras se mecía. Parecía feliz meciéndose, como si no lo hubiera hecho nunca en su vida y le resultase muy grato. Pero de pronto, como afligido por una idea que se le hubiese pasado por la cabeza o por algún recuerdo, dejó de mecerse, apareció en su rostro una expresión sombría y preguntó:
–¿Qué le pides a la vida, Lucy?
–No morirme.
–Aparte de eso. Si sobrevivieses, ¿qué te gustaría que pasase?