En blanco y negro
l centro sigue despoblándose. La inseguridad es la causa de que las familias se muden a otras colonias y de que vengan menos turistas. Que haya poca gente perjudica a muchas personas, también a quienes atendemos casas de huéspedes. Contando la mía, por aquí hay cinco. Dependemos de los comerciantes que vienen a abastecerse y de los jóvenes de provincia que desean estudiar aquí y necesitan alojamientos bien ubicados y accesibles.
Entre los primeros que llegaron a hospedarse en esta casa cuento a Francisco. Quería un cuarto con ventanas a la calle: necesitaba luz natural porque era retratista y dibujante de carteles publicitarios. No entiendo nada de eso, y para no decir una barbaridad desvié la conversación hacia las normas que rigen esta casa: Nada de bebidas alcohólicas, visitas únicamente en la sala, prohibido tender ropa en los balcones, instalar parrillas en el cuarto y oír música a volumen alto.
Tenía la esperanza de que no aceptara tantas restricciones y se fuera. (Un hombre atractivo siempre es una tentación.) En vez de eso me pidió ver el cuarto. Lo primero que hizo fue abrir la ventana y quedarse mirando la calle. Aproveché para informarle que los pagos eran semanales. Aceptó sin regateos y sin imaginarse las consecuencias de su decisión.
II
Enfrente de mi casa de huéspedes estaba la de mi prima Sonia. (La vendió, la demolieron y ahora es una tienda de remates.) Entre nosotras jamás hubo rivalidad: la mía, exclusiva para varones; la de ella, para señoritas. Una de sus arrendatarias era Enedina, una muchacha zacatecana que había venido a la ciudad para estudiar idiomas. Su cuarto también daba a la calle y su ventana coincidía con la de Francisco. Ese detalle influyó en su destino.
A los tres meses de conocerse, Francisco y Enedina se hicieron novios. Según me contó ella, su relación había comenzado por un simple intercambio de saludos de ventana a ventana. Después, una tarde se encontraron en el tallercito que le permití a Lucas, el cerrajero, instalar en mi zaguán. A partir de esa coincidencia surgió entre ellos cierta simpatía.
Con el pretexto de mostrarle la ciudad, Francisco invitó a Enedina a recorrer el Centro y las zonas turísticas. Sus paseos se hicieron cada vez más prolongados y una noche, al despedirse, él dijo: ¿Por qué siempre tenemos que separarnos? Me parece que sería mejor que viviéramos juntos.
Esa fue su declaración de amor y su propuesta de matrimonio.
Al poco tiempo, un domingo de junio, los invitados a la boda –me cuento entre ellos– nos divertíamos arrojando puñados de arroz al paso de los nuevos esposos. Fue una boda sencilla y alegre, a pesar de que la familia de la novia no asistió. En cambio vino de Aguascalientes toda la parentela de Francisco: un mundo de gente bromista y cantadora.
III
Aunque estaba enterado de que en mi casa no se hospedan mujeres, al volver de su viaje de luna de miel, Francisco me preguntó si podía vivir con Enedina en su habitación. Ya desde entonces la pareja me simpatizaba mucho y no pude negarles el favor. Sin embargo, les propuse que, para evitarme reclamaciones de los otros inquilinos, se mudaran al cuarto de la azotea. Allí tendrían más privacidad y una maravillosa vista de las cúpulas y los edificios coloniales.
Estaba a punto de nacer su primer hijo cuando Francisco me informó que habían encontrado una casa muy barata en Toluca. Comprendí que con el niño necesitarían más espacio, pero la noticia me entristeció. Sólo en esos momentos me di cuenta de hasta qué punto me abrigaba la felicidad de la pareja. Inevitablemente hice el balance de mi vida. En resumen: trabajo y más trabajo; efímeras y funcionales relaciones con personas que se marchaban sin nunca volver.
Pensé que iba a ocurrir lo mismo con Francisco y Enedina, pero me equivoqué. Siguieron frecuentándome en compañía de su hijo Daniel. Se me dificulta aceptar que aquel niñito sea ahora un pediatra que vive en Guadalajara. Enedina es quien más me ha procurado. Sus visitas siempre me animaron, pero más desde que empecé a perder inquilinos. Por fortuna siguen aquí Emita, una maestra retirada, y Samuel, guitarrista que fue miembro de un trío. Se pasa las horas de la comida hablando de sus antiguos triunfos y de sus ansias por pisar un escenario.
IV
Recordé todo esto porque hace cinco años, precisamente por estas fechas, Enedina se me presentó para invitarme a una boda. No me digas que Daniel se casa.
Mi amiga disfrutó de mi confusión y también de mi asombro cuando me aclaró que los novios iban a ser ella y Francisco.
Dejé de pensar que se trataba de una broma cuando, por primera vez a lo largo de nuestra amistad, Enedina me hizo una confidencia: el suyo era un matrimonio feliz pero, sobre todo en los últimos años, habían pasado por momentos muy críticos. Acababan de superar uno particularmente difícil y querían fortalecer su reconciliación celebrando unas segundas nupcias simbólicas. La felicité y le pedí que me dejara hacerles una comida en mi casa.
La boda, entre comillas, fue muy divertida: hubo arras y lazo, pero no sacerdote. Daniel se presentó con su novia. Samuel desempolvó su guitarra y su amplio repertorio de boleros. Emita hizo a un lado su timidez y declamó un poema de Amado Nervo. Cuando Francisco y Enedina salieron rumbo a su segunda luna de miel iban tomados de la mano, como si fueran dos muchachos y no dos personas mayores. Al despedirnos, ella me hizo otra confesión: No se lo digas a nadie: soy cuatro meses mayor que mi esposo.
Prometí guardarle el secreto.
Me alegra que mis amigos hayan superado las dificultades y sigan juntos. En la próxima visita que me hagan tal vez me anime a decirles cuánta alegría me produce saber que, en medio de la más dura realidad, aún existen las historias de amor en blanco y negro.