a se acerca el Día de La Candelaria y, según la tradición, quienes se sacaron en la rosca de Reyes el niño o ahora el Belem completo –algunas panaderías colocan las figuras de José, María y el Niño Dios– tienen que pagar tamales para los demás.
El acto se lleva a cabo cada 2 de febrero, cuando se festeja el Día de La Candelaria, o de las candelas, en referencia a las velas que acompañan la imagen del Niño Dios que se lleva a bendecir esa fecha, cuando se recuerda la presentación del Niño Jesús en el templo y la purificación de la Virgen María.
Ya hemos comentado que los orígenes de esa celebración se remontan al siglo IV, en Jerusalén; en Roma se incluyeron procesiones como parte del ritual y en nuestro país se conmemora desde los inicios del virreinato.
Muchos creyentes tienen su niño de pasta o madera, en algunos casos de tamaño natural, que visten lujosamente para la ocasión con el fin de que no desmerezca en la procesión que se hace en muchos templos en la que se pasean los niños con su vela y un ramito de romeros.
El paseo concluye con la solemne bendición en la que padres y padrinos aprovechan para que se bendiga también a los niños de carne y hueso. Después, la misa; el remate es el agasajo gastronómico con tamales, atole y si el padrino se pone generoso no falta el mole.
En estos días los que visten niños están atareadísimos, ya que cada año las pequeñas figuras deben estrenar atuendo. Hay todo un ritual establecido: durante el primer año se tiene que vestir de blanco, preferentemente bajo la advocación del Niño de las Palomas, porque significa pureza, y se debe acostar en una canastilla de mimbre para que recuerde al recién nacido. El segundo año se viste con el atuendo de algún santo y se le sienta en una sillita; en el tercero el atavío es del Niño de las Tres Potencias, con la cabecita coronada de tres rayos dorados, un cetro de mando y una esfera en las manos que representa al mundo, la idea es representar al Niño Dios como rey.
A partir de ese momento ya se le rinde culto para que conceda gracias y milagros y, de ahí en adelante, cada año se le viste al gusto y las posibilidades son múltiples. En la plaza donde estuvo la iglesia del majestuoso convento de La Merced, en esta temporada se instalan decenas de puestos en los que se visten Niños Dios y se expende toda clase de artículos relacionados con el festejo.
Ahí puede ajuarearlo como Martincito de Porres, Santo Niño de Atocha, mediquito, San Juditas Tadeo, San Francisquito, de niño Papa, su futbolista preferido y ahora ¡increíble!: hay un atuendo de niño huachicolero en el que lleva un bidoncito.
Pero lo mejor es ir a darse una vuelta por la plaza para presenciar en vivo esa costumbre que subsiste con tanta fuerza en estos añejos rumbos. Si es bueno para la cocina, hay que ir al cercano mercado de La Merced a comprar los ingredientes para preparar sus tamales.
Admirar el grandioso espectáculo de las torres de hojas de maíz y de plátano, listas para proveer de su artesanal envoltorio al rico platillo de origen prehispánico. Tras la conquista se enriqueció, tanto con la manteca que los hizo más suaves y vaporosos como con la llegada de la carne de res y de puerco, que en combinación con salsas y moles lo convirtió en uno de los platillos más representativos de la cocina mestiza.
Si no tiene tiempo ni las dotes necesarias para hacer sus propios tamales, mándelos hacer en alguno de los establecimientos de tradición como la Flor de Liz, Tamales Imperio o, el más nuevo, Tamalli que, muy a la moda, ofrece los light para los que cuidan con esmero la línea.
Otra opción es ir al Centro Histórico, a la calle Santísima 42, en donde se ubica Aquí es Oaxaca, ahí se encuentran tamales diferentes a los que preparan en Ciudad de México: hay de chepil –esa hierbita deliciosa que aquí difícilmente se consigue–, de amarillo, de mole y de frijol. A diario preparan agua de chilacayota, tejate y nieves. Un agasajo de lugar. Si le gana el antojo ahí mismo se puede comer un tamalito con atole.